miércoles, 1 de marzo de 2017

Mental constipation is better than verbal diarrhea?

 
No entiendo por qué está tan mal visto la emisión excesiva de palabras en la comunicación. Si hablas mucho porque hablas y si no hablas porque no hablas. Esto me recuerda un significativa frase de un poema de Neruda que dice -y cito textualmente- "me gusta cuando callas porque estás como ausente". ¡Leñe! Pues entonces no me hables, que parece que estás buscando conversación y despistas. Que yo me crezco, me emociono y ya no hay quién me pare. Y, claro, yo no llevo muy bien eso de dar media vuelta (me parezco a los Pimpinela con su "y pega la vueltaaaaaaa") y volverme con el rabo entre las piernas. ¡Y eso que no lo tengo! El rabo, digo. Piernas sí. Dos, para ser exactos.

 
A lo que iba, que no entiendo por qué está tan mal visto hablar a lo grande. Con lo genial que son las cosas grandes, enormes, gigantes, ¡descomunales!. Pensad por ejemplo en... ¡los helados! ¿Os gustan los helados? ¿A que si son enormes os gustan más? ¡Pues eso!
 
Vale que la sociedad en la que vivimos lo simplifica todo a su mínima expresión. Vale también que las personas buscamos el punto de la conversación desde el minuto número uno. Pero, señores, que a lo mejor a mí no me gusta al punto y me gusta pasadito. O puede que me guste poco hecho. ¡O crudo! ¡Que para gustos, los colores! ¿Y por qué debería conformarme con otra cosa si no?
 
 
Las cosas claras y el chocolate espeso, tan espeso que me gusta más en tableta; por eso de poder llevármelo a todas partes. Que no es que no puedas llevarte un chocolate a la taza por ahí pero sería algo incómodo, tendrías siempre una mano ocupada y además podrías ponerte realmente perdido. Y yo no quiero mancharme, que luego vienen las fatalidades y las desgracias nunca vienen solas, ya se sabe.
 
En fin, que hay un cierto placer en la locura que solo el loco conoce. ¿Esto también lo dijo Neruda? ¡Pues sí que decía cosas el poeta! A él sí debieron decirle eso de "¿por qué no te callas?". Pero además de verdad y un montón de veces, seguro.
 
 
¿No os ha pasado nunca que estáis manteniendo una conversación con alguien y de repente desconectáis? Y no me refiero durante el sexo (que también, solo que aquí desenchufáis hasta el mismísimo cuerpo, pillines, que os gusta hacer de estrella de mar más que a un tonto una tiza). Yo me refiero a cuando estáis hablando con alguien de cualquier cosa en una cafetería, en mitad de la calle o en la propia oficina, ¡vete tú a saber! ¿No os ha pasado? ¿Nunca? Él o ella se pone a hablar, coge carrerilla, hace sprint y, en menos de lo que canta un gallo, está vomitando hasta el aspecto que tenían los cereales que desayunó en su primera comunión su primo Luis, que ni le conoces ni las ganas. ¿No os ha pasado? Pues a mí tampoco.
 
Que síííííí... ¡Que a mí sí me ha pasado! Y, aunque no lo creáis, fui yo la que padeció de muerte súbita cerebral. ¡Cómo hablaba la muchacha! Empezó contándome dónde se había comprado el pantalón que llevaba puesto y acabó relatándome -con pelos (puaj) y señales- lo fructífero que era el huerto que tenía sembrado su tía Maripuri en una casa que compró en la sierra con el dinero que ganó jugando a la primitiva. Que, oye, me parece muy bien que su familia sea afortunada en el juego pero a mí la vida de esa señora me importa más bien poco. Nada, en realidad. ¡Y la de su jardín menos!
 
 
Y, claro, podéis imaginaros mi situación. Si no puedo hablar después de diez minutos de espera, exploto. Y lo hago que da gusto. Lo mismo mi cerebro padece una parálisis temporal que desarrollo la mar de bien el déficit de atención. ¡Cualquier cosa! Anda que no habré hecho yo listas de la compra en circunstancias parecidas. ¡Hasta contar los puntitos del gotelé! Bueno, eso fue en otras situaciones pero imagino que también cuentan como desastres dialécticos, ¿no?
 
Como decía, que no entiendo la retorcida razón que tiene esta sociedad para cohibir la forma de expresión de sus componentes, o sea, nosotros. Que es cierto que a algunos tendrían que ponerle bozal pero, leñe, que si yo no puedo hablar, charlar, conversar, dialogar, discutir, llámalo X, me encabrono y no respondo. Que a mí me pasa como a los gremlins: si no me da la luz del sol, no me dan de comer y no me dejan hablar hasta el más puro agotamiento (no estoy muy segura de que estas fuesen las razones de la mutación de estos seres pero me he quedado la mar de a gusto), me transformo en un monstruo; adorable y simpático, pero monstruo al fin y al cabo.
 
Y que luego no me digan eso de "no me tientes, que si nos tentamos no nos podremos olvidar". ¿Quién dijo eso? ¿Benedetti? Vaya, ahora el señor Neruda no tiene nada que añadir. Pues si no me provocan, no tendrán que escarmentar. He dicho. Que, ojo, hay quien no me olvida hable yo o no hable aunque no estoy muy segura de que Benedetti hiciese esta afirmación refiriéndose al embaucamiento en el sentido más indicativo pero ahí lo dejo. Que la cultura nunca está de más.
 
 
Que le digo yo a la sociedad: "no sé qué demonios quieres pero yo los tengo todos". ¡Pues eso! ¡Demonios a mí! ¡A mí! No, no era esta la conclusión a la que quería llegar. En realidad, no sé por qué he contado todo esto. Bueno, no importa. Dejemos los demonios aparte y centrémonos en hablar. Bueno, en hablar no porque ya he dicho bastante. Bueno, ¡lo que sea! Que hagáis lo que queráis. ¡Menuda verborrea! Si queréis hablar, hablad. Y si queréis callar, pues ale, ¡a callarse! Que ya lo decía Neruda: "el silencio habla cuando las palabras no pueden". No, no fue Neruda. ¿Quién dijo esto? ¡Bah, no importa! Ahí queda dicho.
 
 

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