Tengo recuerdos de lo más curiosos, y ni siquiera sé por qué precisamente esos y no otros son los que mantengo en el cajón de mi mesilla de noche.
También tengo esos bocetos que, a fuerza de sujetarlos con rabia, de pintarlos una y otra vez en mi cabeza para completarlos, se quedan. No son recuerdos enteros, pero sí parte de lo que una vez fueron y me gusta guardarlos para mí.
Y luego están esos otros recuerdos que surgen de la nada y, sin más, solo reapareciendo, te rompen en dos. Desde un intercambio de palabras con alguien que ya no está hasta un abrazo con un peludo que, a pesar de no haber compartir sangre contigo, para ti fue todo.
Ray-Charles (Ray, cariñosamente) llegó a mi vida casi de casualidad. Desde niña había querido formar una familia: hijos, perros... algo muy mío. Alguien a quien pudiera amar, enseñar, proteger y ver crecer. Así que supongo que podéis imaginar quién se unió a mí en esa loca aventura.
Ray era una bolita de pelo cuando lo conocí. Apenas tenía diez días de vida y ya me había enamorado profundamente de él. Movía su enorme cabecita de un lado a otro, como si su cuerpo no pudiera sostenerla, y puede que fuese así (su cabeza era del mismo tamaño que el cuerpo). Bailoteaba con sus enormes patitas y gemía tan bajito que tenías que inclinarte para escucharlo. Ah, y olía a galletas recién horneadas. Un placer hecho bolita de pelo.
Cuando lo conocí, me costó separarme de él. ¿Cómo decir "adiós" a alguien a quien amas? Ni siquiera saber que esa despedida era temporal me tranquilizaba.
Así que, después de ese día, fui a visitarlo todas las veces que el trabajo y el tiempo me lo permitió, y cada vez me enamoré un poquito más de él. De su curiosidad. De su energía. De sus ojitos. De sus ganas de jugar. De la vida que emitía a espuertas y que además contagiaba.
Dicen que tú no eliges al perro, que él te elige a ti, y conmigo no fue menos.
Ray tenía tres hermanas, dos que siempre estaban apretujadas en un rincón y una más pequeñita que lo seguía a todas partes. Sin embargo, fue Ray el que se acercó a mí, el que quiso jugar conmigo, el que me eligió.
Fue cuando cumplió tres meses de edad que lo traje a casa, su nuevo hogar. Ray olisqueó todo, recorrió cada rincón... y también lo ensució todo. Supongo que tenía que enseñarle muchísimas cosas, y no paró de aprender hasta meses después.
Me rompía el corazón cada vez que tenía que ir a trabajar y dejarlo solo. Lo echaba de menos cada segundo que no estaba con él. Ray lo llenó todo de un modo que no creí posible. Cada arista, cada esquina y cada milímetro de mi pecho, no dejó ningún rincón por conquistar. Creo que ambos nos convertimos en el sol del otro.
Con seis meses, Ray se transformó en un hombrecito educado y relativamente dócil para su raza, un cocker spaniel inglés. Sabía comportarse en cualquier sitio, obedecía órdenes y aparcaba su infinita energía en la puerta de casa, donde debía estar. Por suerte, fue un perro de diez.
Y aquí fue donde él y yo empezamos realmente a hacer piña...
Entrenábamos juntos. Recorríamos parajes interminables. Subíamos a la sierra cada fin de semana. Visitábamos playas, bosques, montañas, senderos y rincones escondidos. Veíamos películas con un gran bol de palomitas (adoraba las palomitas caseras). Comíamos y bebíamos en barbacoas amistosas. Jugábamos con los mil amigos que hicimos por el camino. Y no nos cansábamos nunca.
Ray jugó conmigo, rio conmigo y también lloró conmigo. Estuvo a mi lado en momentos muy espinosos de mi vida, y jamás me dio de lado. Siempre tenía un mimo que ofrecerme, una mirada de comprensión e incluso un extra de energía cuando nos íbamos a andar hasta que mis músculos protestaban. Jamás se quejó...
...hasta que enfermó.
Gloria, la veterinaria que lo cuidaba como si fuese su propio hijo, me dijo una vez que los perros de esta raza solían vivir unos nueve años, que el resto era un regalo. Ray provenía de una estirpe de cocker spaniel inglés de pura raza, incluso su papá fue campeón de belleza en diversas ocasiones, así que mi miedo a perderlo tan pronto me hizo disfrutar de él al máximo.
Ray era un terremoto, imparable. Con nueve años dejó de entrenar conmigo por recomendación de Gloria. Ray me seguía el ritmo, pero la edad era un detonante importante a tener en cuenta para mantener una buena calidad de vida, así que sustituimos las carreras por largos paseos y, aunque le costó adaptarse, sucumbió a lo inevitable.
Con trece años enfermó. Síndrome de Disfunción Cognitiva Canina (coloquialmente denominado Alzheimer).
Fue un mazazo enorme. Recuerdo que lloré durante días.
La medicación lo mantenía en ese vilo inestable de inconsciencia/realidad que por momentos me hacía perderlo y por momentos lo traía de vuelta a la tierra, conmigo. Pero lo inevitable no se puede parar, ¿verdad? Con los meses, su enfermedad empeoró. A eso se le sumó la pérdida de audición (tenía que llevarlo atado porque no respondía a las órdenes y eso le repelía, dado que Ray siempre había sido un alma libre) y las cataratas (apenas distinguía lo que tenía a un metro de su visión periférica).
¿Conclusión? Ray se iba apagando poco a poco... y yo me moría con él.
A punto de cumplir los quince años (una heroicidad), tuve que tomar una de las decisiones más difíciles de mi vida. O inflaba de fármacos a Ray, aun sabiendo que su calidad de vida era como poco cuestionable (apenas se mantenía en pie y mi voz, mi olor o mi presencia ya no eran calmantes para él), o lo dormía... para siempre.
Me duele el corazón con ese recuerdo... ¿Cómo tomar una decisión así? ¿Cómo sabes si es la acertada? ¿Cómo sabes si estás haciendo lo correcto, si es lo mejor para él? Ray no se sostenía en pie, los momentos en los que me reconocía era tan escasos que apenas llegaba a saborearlos... Sus ojos se estaban apagando... Su corazón se estaba rindiendo... Y mi vida se me estaba escapando por las orejas y los pies, no podía respirar...
Y llegó lo inevitable...
Él estaba tumbado en la camilla, respirando con dificultad, agotado, casi suplicándome, rogándome que no llorara por él, que le dejara marchar. Su olor a galletas, su energía infinita, su elección... por mí. Yo, yo fui su elección. Todo eso se fue con él ese día...
Ray no solo fue mi hijo (sí, MI HIJO), sino también un compañero impecable. Supo entenderme mejor que muchas personas, y jamás me traicionó. Su lealtad fue inquebrantable hasta el final.
No creo que pueda encontrar a nadie como él, como tampoco creo que pueda olvidarlo jamás. No es sustituible.
Ahora, poco más de un año después desde que se convirtió en estrella, me he atrevido a escribir estas líneas. No es un dolor que me guste compartir. De hecho, no soy de compartir mis cosas, pero quería que supierais lo maravilloso que fue Ray, lo tantísimo que me llenó, que llenó me vida, y, sobre todo, los años tan increíbles que compartimos juntos como un tándem perfecto. Sí, eso es, un binomio irrepetible, eso fuimos. ¡Y menudo equipo!
Te echo de menos, bebé...






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