domingo, 12 de junio de 2016

No me atrevía a soñarlo...

 
 
Desde críos, soñamos con alcanzar grandes metas, convertirnos en superhéroes e, incluso, con imitar a nuestros padres en sus propias utopías. Esas quimeras fluctúan a lo largo de los años, mutándose, transformándose hasta que por fin, un día, se enciende una bombilla sobre nuestra cabeza que nos ayuda a elegir qué camino debemos seguir. Y lo escogemos.
 
Soñar no es fácil. A veces, debemos renunciar a muchas cosas para alcanzar nuestras aspiraciones. Otras veces, nos quedamos a medio camino de ese proyecto de futuro. Y las restantes, nos desinflamos incluso antes de intentarlo siquiera.
 
 
Es muy fácil, muy cómodo, sentarse en el sofá y esperar a que esos sueños caigan del cielo. Es incluso más fácil lograrlos sin lucharlos. Pero... ¿Qué sueño es digno de ser vivido si no se ha luchado por él?
 
Yo soy una soñadora innata. Sueño hasta con los ojos abiertos. Para mí, soñar es como respirar: imprescindible. "Si yo fuese...", "si yo consiguiese...", "si me pasase...". Sueño con alcanzar tantas metas y lograr tantos objetivos que no me darían cien vidas para cumplirlos. ¡Me faltan horas al día!
 
 
Dicen que "el mundo está en las manos de aquellos que tienen el coraje de soñar y correr el riesgo de vivir sus sueños" (Paulo Coehlo). ¡Qué gran verdad! Tumbarse en la cama, con las manos entrelazadas bajo la cabeza, y fantasear con ilusiones no alcanzadas mientras balanceas los pies al compás de la música que resuena en tu cabeza es simplemente tentador. Levantarse de esa cama y luchar por esa ilusión es con diferencia lo complicado.
 
 
A mí me da miedo soñar; lo admito. Me da miedo emprender una lucha por alcanzar algo que ansío y comprobar que, a pesar de mi esfuerzo, no alcanzo lo que sueño. ¡Me aterra! Me da coraje perder. Me da rabia caer una y otra vez. Me cabrea tener ante mí una larguísima carrera de obstáculos que no parece, ante mis ojos, terminar nunca. Es una gymkhana infinita, sin metas ni avituallamientos. Es algo así como intentar atravesar el desierto con una sola botella de agua de 33 centilitros. ¡Una locura!
 
Sin embargo, a pesar de lo difícil (casi imposible) de mis sueños, cada día me levanto y lucho por ellos. Da igual el agua que lleve encima. Da igual lo inmenso que parezca el desierto. Siempre inicio el mismo camino. Siempre inicio la lucha. Cada día.
 
 
A pesar de que, a veces, esos sueños mutan para convertirse en otros más semejantes a mí, más acordes con mi persona, nunca dejo de soñar. Porque, ¿sabéis qué? Que a pesar de que, a veces, no me atrevía a soñarlo, nunca he dejado de desearlo. En voz alta o en silencio, pero siempre lo he anhelado.
 
No, no te equivoques. Nunca he renunciado a mis aspiraciones. Nunca he desertado. Simplemente, he elegido. Y escoger también forma parte del camino que nos lleva a alcanzar lo que deseamos: nuestros sueños.
 
 

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