viernes, 19 de agosto de 2016

No todo el monte es orégano

 
La hermana de la prima de un amigo de un compañero de trabajo de una colega de una vecina que trabaja en una tienda de ropa me consiguió una cita. LA CITA. En mayúsculas. "Alto, moreno, ligeramente fibroso, de penetrantes ojos del color del mercurio y, lo que era más importante, soltero". Bueno, así me describió la hermana de la prima de un amigo de bla, bla y bla mi cita. Por supuesto, la creí. ¡Más que eso! Me entusiasmé.

 
Es fácil proceder con los preliminares de un posible encuentro amoroso cuando se es mujer: limpieza general de la casa; cambio de sábanas; compra de velas perfumadas; botella de vino en la nevera; visita a la farmacia: dos cajas tamaño familiar, por si acaso; visita al mercado para adquisición de fruta (el sexo deshidrata); depilación universal terrenal, cósmica y del inframundo; baño de vapor interminable; embadurnamiento corporal al completo en cremas y aceites; secado, alisado, planchado y ondulado de pelo; maquillaje ligero pero adecuado; rímel, mucho, muchísimo; y gotitas de perfume francés (o español, da igual) detrás de las orejas, en las muñecas, en los contracodos-antecodos-vueltaalcodo (no sé cómo se llama esa zona) y una pizquita más aquí y allí para terminar de aderezar. 
 
Las que sois mujeres habréis sonreído al reconocer la verdad de esta rutina. Los hombres, de seguro, habréis pensado en la vuestra: levantar un par de pesas (algunos, ni eso); ducharos con agua fría para mantener un poco más a raya vuestro temple carnal diaria; vestiros con la última camiseta adquirida de casualidad en una ganga; y litros de Brummel o Varon Dandy (esto último es broma, o eso espero).
 
 
Por fin, llegó el día.
 
Apenas habíamos intercambiado un par de whatsapp para quedar; lo que era curioso, porque yo tenía unas ganas tremendas de saber más de él. Descorazonada por no haber averiguado apenas nada pero dispuesta a cualquier cosa, suplí esa carencia examinando cada minuto de cada día, con una obstinación que rayaba lo absurdo, su foto de perfil en la aplicación: un serie de diminutos montículos de composición líquida y color argénteo que, supuse, hacían honor al color de sus ojos. A la derecha, en la esquina, la palabra "hydrargyros" escrita en una caligrafía exquisita. La foto no decía mucho pero a mí me gustaba.


Las dudas empezaron a sobrevolar mi cabeza en cuanto me incorporé al acelerado tráfico de Madrid. ¿Por qué estaba soltero? ¿Por qué querían que tuviese una cita con él? ¿Qué le habrían dicho a él para convencerle de que saliera conmigo? ¡Oh, Dios mío! No le habrán dicho que estoy desesperada, ¿verdad? ¿¡No le habrán dicho que estoy necesitada de un buen polvo!? Agitando ligeramente la cabeza, aparté esa absurda idea de mis pensamientos y centré de nuevo mi atención en la carretera. ¿Estaría él igual de nervioso que yo? ¿Se estaría arreglando ahora mismo? ¿Sería puntual o sería de los que llegaban tarde? ¿Cómo le iba a reconocer? ¿Cómo sabría que era él? ¡Oh, Dios! ¡No habíamos hablado de eso! ¡No hablamos de cómo nos identificaríamos! Bueno, nena, respira. Primero llega allí y, cuando lo hagas, si no ves a ningún hombre con el más mínimo parecido a Andrés Velencoso, o a su hermano gemelo secreto , sales de allí por patas.


Media hora tarde. ¡He llegado media hora tarde! ¡Asco de tráfico! Si hubiese ido en moto, hubiese llegado puntual. Nena, ahora apechuga. Asentando bien mis dos "pechonalidades" en su sitio, entré en el restaurante a golpe de taconazo.

El local era pequeño y coqueto, muy íntimo y hogareño. El aire tranquilo que se respiraba dentro descendió mis nervios dos niveles más abajo del que se encontraban. Solté el aire que no sabía que estaba reteniendo y avancé, buscándole con la mirada; a él o a alguien parecido a la descripción que me dieron.

-¿Puedo ayudarle en algo? -me preguntó un señor trajeado con pajarita.
-Sí, estoy buscando a alguien.
-¿Su nombre?
-Rubén -le contesté-. No sé su apellido. Supongo que la mesa está reservada a su nombre.
-Acompáñeme -me dijo en cuanto echó un vistazo a la enorme agenda que estaba sobre el atril de la entrada.

Obediente, le seguí hasta una mesa en la que se encontraba el hombre más... más... más... que había conocido nunca. "Alto, moreno, ligeramente fibroso, de penetrantes ojos del color del mercurio y, lo que era más importante, soltero". No había duda. Era él. ÉL. ¡Madre de Dios! ¿Y este... ejemplar masculino estaba soltero? ¡Si era Adonis en persona! ¡Un ángel caído del cielo! ¡El mismísimo Dios! ¡Eros! ¡Narciso! ¡Apolo! ¡Miguel Ángel! ¡Este hombre era el mismísimo rey de los hombres! ¡Un capricho terrenal! ¡El pecado! ¡El infierno! ¡Un sueño!

Boqueando como un pez sacado del océano, di dos pasos torpes hacia él y casi me caí en sus brazos cuando intenté besarle las mejillas. Medio achispado (o eso parecía), aquella deidad se puso en pie, sujetándome con habilidad y evitando así que cayera de bruces al suelo.
-Gracias -le dije entre tartamudeos-. ¡Qué torpe!
-Llegas tarde -me espetó en cuanto nos sentamos uno frente al otro-. Media hora.
-Sí, sí, lo siento -¿Siempre era así de tartaja? ¿Qué me pasaba?-. El tráfico.


Sus ojos me miraban. No, me escudriñaban. No, tampoco eso lo definía con exactitud. Me estudiaban, me analizaban, me memorizaban, invadían mis entrañas de un líquido pegajoso que quemaba combustible mis terminaciones nerviosas. ¡Sus ojos me taladraban! ¡Y qué ojos! Del color del más puro acero. Fríos, taxativos, duros.
-Me he tomado la libertad de pedir una botella de vino -dijo con voz firme.
Miré su boca, sus labios. Cuando pude descifrar el significado de sus palabras, después de un carraspeo impropio de una dama, miré la botella. Estaba a la mitad.
-¿Cuánto tiempo llevas aquí? -le pregunté sorprendida.
-Llegué antes de la hora acordada -contestó, dando otro sorbo a su copa.
-¿También has pedido por mí? -Un camarero estaba colocando un plato de solomillo frente a mí.
-Si no te molesta... -y ladeó su boca en un gesto petulante mientras hacía hueco para que le entregaran su plato.
Después de varios sorbos de vino más y un par de bocados de carne, me preguntó:
-¿Eres sumisa?
Casi me atraganto con el bistec. Me llevé la copa a los labios y le di un trago largo. Limpiándome con la servilleta, le miré con extrañeza a los ojos. Él parecía tranquilo, como si aquella pregunta fuese de lo más normal.
- ¿Sumisa?
¿Qué esperabais que dijera? ¡Estaba bloqueada! Necesitaba tiempo para... pensar.
-Sí, sumisa.
-¿Qué quieres decir?
-¿Qué si te gusta arriba o abajo? -aclaró, para mi sorpresa.
-Arriba -me sorprendí que le respondía al rato.
-¿Sexo oral?
¿Pero este hombre cuánto había bebido? Miré a todos lados, azorada, y le pedí que hablara más bajo.
-Ejem, ejem -carraspeé-. Sin duda.
¡Ale! ¡Cómo si estuvieses hablando del color que más te gusta! ¡Ole, nena! ¡Qué agallas! ¡Qué entereza! ¡Qué vergüenza, por Dios!
-¿Practicarlo o que te lo hagan?
Rubén seguía masticando su carne como si aquella conversación estuviese centrada en el tiempo en vez de en sexo. Yo estaba anonadada con sus preguntas, su actitud, su serenidad a pesar de lo atrevido de sus dudas. No sabía dónde meterme.
-Ambas cosas, supongo.
-¿Supones?
-Sí -le contesté frunciendo el ceño, resuelta-, depende del hombre y del momento.
-¿Y es cierto que para vosotras mamarla es como disfrutar de un Pirulo tropical? Ya sabes, chupar, succionar, presionar y recorrer con la lengua.
Dejé el tenedor a medio camino de mi boca. La mandíbula cayó a mis pies. Bueno, no, porque estaba atornillada al resto del cráneo pero metafóricamente fue así. Me había dejado sin palabras. Literalmente.
-¿Pensáis en eso cuando lo hacéis? -insistió.
Vale, lo reconozco. Lo imaginé. Me imaginé allí mismo con el Pirulo tropical en mi boca y...


¡Tierra, trágame!

Él continuó masticando hasta dejar su plato y su copa vacíos; esta última la rellenó por undécima vez después. Mi tenedor seguía suspendido, mi mandíbula permanecía en el suelo y mi asombro seguía congelado. Por supuesto, todavía no había contestado. Mi lengua estaba paralizada.
-¿No te gusta? -preguntó sin especificar a qué se refería, a pesar de que había hecho un ligero movimiento de ojos hacia mi plato.
-Necesitamos otra botella de vino -fue lo que pude balbucear, alucinada.

El resto de la velada fue a trompicones, como una carrera de obstáculos que debía superar a sus ojos. Preguntas de mi pasado, dudas sobre mis relaciones pasadas, pensamientos de futuro... Aquel hombre estaba dispuesto a exprimirme hasta saberlo todo de mí. Me sentí como un puñetero limón.
-Y entonces, ¿por qué permaneces soltera? -se atrevió a preguntar.
-¿Y tú?


La imagen de una niña rebelde de melena desmarañada, boca abierta y expresión de victoria se dibujó en mi cerebro de manera fugaz. "¡Chúpate esa!" pensé.
-Porque no he encontrado a la mujer idónea -respondió y, aunque la contestación era lógica y sencilla, me dio la impresión de que no mentía. Desde luego, este hombre tenía muchas más cosas que confesar.
-¿Ninguna relación digna de mencionar?
-Una. Pero no es digna de recordar.
-¿Por qué? ¿Se fue con otro? -bromeé.
-Exacto -respondió sin dejar de mirarme con fijeza a los ojos-. Solo buscaba divertirse.
-¿Contigo?
-¿Con mi cuerpo?
-¡No me extraña! -¿Lo había dicho en alto? Él había esbozado una especie de sonrisa que ocultó con la servilleta. ¡Madre mía, nena! ¡Qué bocazas!


Deseé agarrar la botella de vino (la segunda que pedimos) y vaciarla de un solo trago hasta no dejar ni gota. Por segunda vez en lo que llevábamos de noche, pensé: "¡Tierra, trágame!". Y no me equivocaba.

El resto de la noche fue más natural, menos inquieta. Aunque con cierta tensión sexual pululando en el aire, Rubén y yo conversamos, bromeamos y reímos de todo y nada. Y apenas sin darnos cuenta, se nos hizo de madrugada.

La despedida fue un completo desastre. Él no podía quedarse a dormir en mi casa porque esa mañana tenía que trabajar, a pesar de ser sábado. En apenas hora y media tenía que ducharse, despejarse y fichar, lo que hacía imposible poco más que una separación algo laboriosa.

Recordando la fructífera película "Hitch" del famoso actor Will Smith, hice tintinear las llaves de mi casa frente a la puerta de su coche (el mío ya estaba aparcado en el garaje).
-Me lo he pasado genial -le dije nerviosa. ¿Estaba nerviosa?
-Lo sé.
Alcé la mirada, muy en plan película, y le miré. Boca entreabierta, ojos humedecidos, respiración suave... ¡Todo eran señales inequívocas de lo que yo anhelaba!
-¿Nos volveremos a ver?
-Quizás -Estaba sonriendo. ¿Se estaba riendo de mí?
-Solo queda poco más de una hora para que llegues a tu trabajo -¿Qué estaba esperando? ¿Qué buscaba? ¡Por Dios! Si no lo hacía él, ¡lo haría yo! ¡De perdidos al río!
-Lo sé.

Y entonces pasó. Él se acercó a mí hasta que mi espalda se apoyó en el frío metal de su coche. Yo retrocedí hasta que noté el gélido amasijo de acero. Él puso una mano en mi nuca, presionándola. Yo eché la cabeza hacia atrás. Él puso sus piernas a ambos lados de las mías. Se acercó más, hasta presionar su pecho contra el mío. Yo exhalé una bocanada de aire. Él inclinó su cabeza, aproximó su boca a la mía y tomó mi mejilla con su otra mano. Yo esperé. Y por fin, cuando pensé que no iba a llegar nunca, cuando los minutos se me hacían horas y los días noches, me besó.


¡Y cómo me besó! Al principio, con suavidad, ternura y delicadeza. Después, con fiereza y hambre. Devorándome, engulléndome, apresando mis gemidos con su boca, acallándolos. Aturdiéndome. Atrapada en esa nube de excitación y azoramiento, entreabrí los ojos y le miré. Al principio, no enfocaba bien lo que tenía delante pero, poco a poco, fui encauzando lo que veía. ¡No era él! ¡No era Rubén! ¡No era Andrés Velencoso! Soltando un exabrupto, le empujé hacia atrás y hui.


¡Bah! ¡Mentira! ¡Todo mentira! ¡Pamplinas! Rubén resultó ser un chico de lo más normal que, aunque enganchado como yo a la cafeína, no me atrajo sexualmente. Divertido, agradable y conversador, resultó ser inteligente y curioso pero para nada excitante. Él define el golf como un deporte de riesgo y el pilates como algo que debería estar prohibido. Lucha por el maltrato animal y defiende con uñas y dientes la adopción de perros abandonados (tiene tres "mil leches" a los que adora). En su vida ha hecho deporte; a menos que se considere deporte ir al karaoke, a lo que es fanático. No le gusta nada madrugar y, al contrario que a mí, prefiere mil noches de fiesta que un día entero de aventuras. Odia los ordenadores. Devora con excesiva fruición los altramuces, a todas horas y en cualquier lugar. Viste algo desaliñado aunque es elegante. Usa gafas que le dan un toque de misterio al conjunto de su cara que, aunque no es en exceso masculina, demuestra cierta virilidad que atrae y gusta. Le encantan sus Converse y asegura que un día morirá con ellas puestas. Vive solo desde que tenía dieciséis años, cuando se independizó debido a las borracheras de su padre y a las interminables palizas que éste le prodigaba a su madre; hecho que él no soportaba. Su plato preferido son las albóndigas de su madre a la que adora y a la que, después de años detrás de ella, convenció para denunciar a su progenitor. No es ambicioso aunque sí lucha por lo que es justo. Odia la política de España y se avergüenza del país en el que vive. Defiende que sus amigos son lo mejor que le ha pasado y que si ahora no tiene novia es porque no quiere. Es paciente, entregado y detallista. Cree en la astrología y el destino. Y, aunque calza un 46 de pie, apenas alcanza el metro setenta y cinco.

Fue cuando nos dábamos un abrazo que me dijo:
-¿Sabes? Tú y yo estábamos destinado a conocernos pero "no todo el monte es orégano".
Le apreté más contra mi cuerpo y sonreí. ¡Qué razón tenía!

 

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