Mi casa siempre ha sido como un retiro de silencio donde cada actividad encajaba con otra como piezas de un rompecabezas secreto que solo mi marido y yo conocíamos. Yo aireaba las sábanas y abría las ventanas mientras mi marido iba al corral a robarle un par de huevos a las gallinas. Yo preparaba el desayuno mientras mi marido daba de comer a los cerdos. Yo hacía la cama y organizaba las habitaciones mientras mi marido recogía la mesa y fregaba los platos. Yo le daba un beso y él besaba mi mejilla con la misma devoción. Yo le sonreía y él me sonreía de vuelta. Yo le hablaba sin palabras y él me respondía igual. Le amaba, y él a mí también.
Con mi marido, los días no tenían
números ni letras ni estaciones.
Pero cuando pierdes tu mayor milagro, la
brújula de tu corazón, las opciones son escasas. O te empapas de tu propio
sufrimiento y entras en una espiral de malas decisiones, o te vas a vivir con
la familia de tu hija.
Así que empaqueté las pocas cosas que
importaban, vendí nuestra parcelita de cielo en la tierra y me dejé arrastrar
por el oleaje.
Las piezas del puzle se convirtieron
entonces en espejos que producían imágenes coloridas y movedizas. El silencio
en ruido. El orden en caos. El lago en una marea agitada.
No vivía en un retiro de silencio.
Nadaba sobre olas furiosas.
Ya no ventilaba habitaciones, porque lo
hacían por mí.
Ya no preparaba desayunos, porque me los
preparaban a mí.
Ya no hacía camas, porque las hacían por
mí.
No tenía nada que hacer, salvo ser y estar.
Y era agotador estar.
Pero más agotador era ser.
No me reconocía.
Fue cuando llegó septiembre que el
latido embrutecido de mi pecho mutó a constante. El miedo se convirtió en
consuelo. Y la vejez en un nuevo renacer.
Mis nietos se duchaban y se vestían
mientras yo ventilaba sus habitaciones.
Mis nietos preparaban sus mochilas
mientras yo preparaba sus desayunos.
Mis nietos se lavaban los dientes
mientras yo recogía la mesa y preparaba sus almuerzos.
Ellos se iban al colegio. Mi hija y su
marido a la oficina. Y yo me quedaba en casa, saludando a un otoño que se
presentó como tenebroso y acabó por ser sanador.
No me quedaba sola, en absoluto. Tenía a
Nova, el perro de la familia de mi hija, mi familia. No parecía decir grandes
cosas y tampoco hacerlas, pero sabía mirarme con devoción, como antes hacía mi
marido. Me besaba la cara y me hacía reír, como antes hacía mi marido. Me
seguía a todas partes, por nada y por todo, como antes hacía mi marido. Me
hablaba todo el tiempo. También hacía muchas cosas. Y me bastaba. Era
suficiente. Era mucho.
El verano gris se convirtió en otoño
alentador.
El adiós se convirtió en hola.
Lo viejo pasó a ser nuevo.
Y no pasaba nada.
Pasaba todo.
Los días tenían tiempos.
Tenían temporadas.
Yo volvía a estar.
Y sobre todo volvía a ser.
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