jueves, 2 de octubre de 2025

Septiembre

Mi casa siempre ha sido como un retiro de silencio donde cada actividad encajaba con otra como piezas de un rompecabezas secreto que solo mi marido y yo conocíamos. Yo aireaba las sábanas y abría las ventanas mientras mi marido iba al corral a robarle un par de huevos a las gallinas. Yo preparaba el desayuno mientras mi marido daba de comer a los cerdos. Yo hacía la cama y organizaba las habitaciones mientras mi marido recogía la mesa y fregaba los platos. Yo le daba un beso y él besaba mi mejilla con la misma devoción. Yo le sonreía y él me sonreía de vuelta. Yo le hablaba sin palabras y él me respondía igual. Le amaba, y él a mí también.

Con mi marido, los días no tenían números ni letras ni estaciones.

Pero cuando pierdes tu mayor milagro, la brújula de tu corazón, las opciones son escasas. O te empapas de tu propio sufrimiento y entras en una espiral de malas decisiones, o te vas a vivir con la familia de tu hija.

Así que empaqueté las pocas cosas que importaban, vendí nuestra parcelita de cielo en la tierra y me dejé arrastrar por el oleaje.

Las piezas del puzle se convirtieron entonces en espejos que producían imágenes coloridas y movedizas. El silencio en ruido. El orden en caos. El lago en una marea agitada.

No vivía en un retiro de silencio. Nadaba sobre olas furiosas.

Ya no ventilaba habitaciones, porque lo hacían por mí.

Ya no preparaba desayunos, porque me los preparaban a mí.

Ya no hacía camas, porque las hacían por mí.

No tenía nada que hacer, salvo ser y estar.

Y era agotador estar.

Pero más agotador era ser.

No me reconocía.

Fue cuando llegó septiembre que el latido embrutecido de mi pecho mutó a constante. El miedo se convirtió en consuelo. Y la vejez en un nuevo renacer.

Mis nietos se duchaban y se vestían mientras yo ventilaba sus habitaciones.

Mis nietos preparaban sus mochilas mientras yo preparaba sus desayunos.

Mis nietos se lavaban los dientes mientras yo recogía la mesa y preparaba sus almuerzos.

Ellos se iban al colegio. Mi hija y su marido a la oficina. Y yo me quedaba en casa, saludando a un otoño que se presentó como tenebroso y acabó por ser sanador.

No me quedaba sola, en absoluto. Tenía a Nova, el perro de la familia de mi hija, mi familia. No parecía decir grandes cosas y tampoco hacerlas, pero sabía mirarme con devoción, como antes hacía mi marido. Me besaba la cara y me hacía reír, como antes hacía mi marido. Me seguía a todas partes, por nada y por todo, como antes hacía mi marido. Me hablaba todo el tiempo. También hacía muchas cosas. Y me bastaba. Era suficiente. Era mucho.

El verano gris se convirtió en otoño alentador.

El adiós se convirtió en hola.

Lo viejo pasó a ser nuevo.

Y no pasaba nada.

Pasaba todo.

Los días tenían tiempos.

Tenían temporadas.

Yo volvía a estar.

Y sobre todo volvía a ser.


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