Sin darme cuenta, incliné la cabeza y me dio un beso en la mejilla, y en ese instante, me sorprendí a mí misma. Era como si el tiempo se hubiera detenido, porque hacía más de veinte años que me negaba a un beso tan simple, tan genuino. Sin pretensiones, solo un acto de amor, de gratitud, de esa felicidad que no necesita palabras.
Ese simple gesto dio paso entonces a las emociones que reprimí por años y que explotaron en mi pecho como un tsunami. Las convulsiones. El suelo inestable bajo mis pies. El sudor frío de mis huesos. Esa sensación de asfixia que hizo que me cerrara a cualquier forma de amor. Esa coraza inquebrantable, tan molesta como reconfortante. Mi yo más cobarde.
Regresé
en aquel momento a mis diecinueve y recordé el sexo (no el bueno, el mejor).
Las risas. Sus ojos, llenos de promesas. Su forma de acariciarme, de
necesitarme, de querer compartir su tiempo conmigo. Y también recordé sus
miradas, cómo me licuaban los huesos. Cómo nos besábamos a escondidas y, a la
vez, a ojos del mundo entero, porque no escondíamos nuestro amor, lo
gritábamos. Recordé sus sonrisas, su forma de hacerme reír, de estar siempre
estimulándome. Y también recordé lo maravilloso que se veía el mundo a su lado.
Lo sencillo que parecía, lo indestructibles que nos creíamos. La fuerza con la
que nos retroalimentábamos el uno al otro. La felicidad que nos dábamos, que se
hacía más y más grande con el tiempo.
Pero
ese primer amor se descompuso. Él lo destrozó. Y su traición se llevó consigo
la fe ciega, el amor incondicional, la inocencia y la esperanza. Arrastró con
él la felicidad plena y la garantía sempiterna, como un aluvión de perfidias
corrompidas.
Causó
daños irreparables.
Todo
cambió entonces para mí.
Me
cerré a la plenitud, a esa forma ingenua de caer sin paracaídas. Rehuía del
contacto innecesario, de las promesas vacías y de las miradas, esas que sabían
leer mentes y podían destruirme. Porque en mi nueva realidad cualquiera podía
hacerlo: destruirme. Y me aterraba.
Pero
llegó él ‒simplemente él‒ con su beso inocente y puso todo del revés. De
repente, no tenía tan claro que no quisiera que me besaran, que me necesitaran,
que alguien me apreciara tanto como para que le mereciera la pena compartir su
tiempo conmigo. No se trataba de amor romántico, sino más bien de recuperar la
fe en mí misma. De confiar, incluso en aquellos que llevan poco tiempo
pululando en mi periferia.
‒Gracias
‒me susurró al oído, aunque no necesitaba decirlo. Sus ojos hablaban por él‒.
En serio, gracias.
Se
inclinó más hacia mí, porque estaba sentada, y me dio un apretón en el hombro y
un beso en la mejilla.
Tal
vez me rompieron el corazón hace años, y estaba segura de que nunca volvería a
ser la misma, pero es que no quería que lo fuera. Ahora era más fuerte, tenía
experiencia y podía arriesgar, aun sabiendo lo que podía depararme el camino.
¿No era eso la vida?
Mi
primer amor rompió mi corazón inocente, pero fue mi amigo ‒un amigo con el que
apenas había dado unos cuantos pasos‒ el que lo curó con su presencia. Quizás
no estuviera curada, si es que a lo que me ocurría podía llamarse enfermedad,
pero quería dejarme querer.
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