El amor no es conjunto de palabras que se pronuncian en un calentón. No son un montón de promesas que desearías no haber escupido una vez pasado el momento de debilidad. El amor no es un sentimiento que se pueda describir. Sólo se puede gritar. Demostrar. Enseñar. Como en una partida de cartas.
El amor hay que dejarlo volar.
El amor se hace, no se dice.
Muchas veces he escuchado eso de "te quiero", "si alguna vez he tenido un hogar ha sido contigo" o "eres la mujer de mi vida". Sin embargo, detrás de esas palabras, detrás de ese maquillaje emperifollado de atrevidas afirmaciones, no había nada más. Nada de disimuladas caricias bajo el mantel ni de besos robados bajo la luz de una farola ni de miradas cargadas de complicidad en mitad de una cena con amigos. Nada. Sólo frases estudiadas que parecían sacadas de una novela de Emilie Brönte.
Seamos sinceros: ¿Qué hombre (o mujer) es capaz de decirle a alguien "te quiero" y luego darle la espalda?
El amor es un sentimiento tan inmenso, tan repleto de sensaciones, que es imposible de describir. Es un huracán de defectos, manías y peculiaridades que hacen del dúo una unidad. De la diferencia, la semejanza. De lo singular, la similitud.
El amor es un conjunto de cosas buenas que han plantado la base de la relación y de cosas malas que la han hecho crecer. Porque, si no es por esas divergencias, ¿qué tipo de sentimiento sería el amor? ¿El amor de verdad?
El amor está repleto de "me vuelves loco", "lo hago gustoso porque te quiero" y "cada día penetras más hondo en mí". Pero también está lleno de besos, abrazos, caricias... y gestos. Muchos gestos. Un café recién hecho. Una confesión en el espejo del baño. Un mensaje en un trozo de papel dentro del pantalón. Una cena romántica preparada con cariño en casa. El dibujo de tus labios pintados de carmín en un pañuelo. Una nota en el parabrisas del coche.
Y pistas. El amor también está colmado de pequeños vestigios de tu presencia. Un pequeño rastro que has ido dejando a lo largo del día y que, sin quererlo, son tu propia huella. La taza de café vacía en la encimera. La ropa del día anterior sobre la silla. Los restos de tu perfume en el aire. El cepillo de dientes aún húmedo. La espuma de afeitar fuera del armario. Tu lado de la cama todavía caliente.
Y son todas esas cosas: palabras, besos, abrazos, caricias, gestos y pistas las que hacen del amor un sentimiento tan increíblemente poderoso y peligroso. Porque estar enamorado, ¿no te hace sentir invencible y vulnerable al mismo tiempo? ¿Fuerte y débil? ¿Indestructible y frágil? ¿Todo y nada?
¿Qué es? ¿Qué es el amor si no la consecuencia de una serie de gestos oportunos que han germinado con el tiempo? ¿Qué es el amor si no la controversia de una relación que aspira a ser perdurable en el tiempo?
No nos engañemos. El amor es difícil, sibarita en su esencia y engañoso. Si no hay contrariedades, no existe el desafío de vivirlo, de sentirlo.
Ahora bien, ¿estás tú dispuesto a vivir un gran amor con todo lo que ello conlleva? ¿Estás dispuesto a luchar por él? Recuerda que el amor no es sólo cosas bonitas pintadas de rosa y purpurina sobre luces de neón. El amor también es negro, ambiguo y arduo. Y no todos estamos preparados para vivirlo.
¿Estás tú... preparado?
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