viernes, 20 de noviembre de 2015

Cicatrices

 
Cicatrices. Las cicatrices son impresiones que se quedan talladas en nuestra piel; huellas que atraviesan el alma para grabar a fuego en lo más profundo de nosotros, penetrando muy dentro, fundiéndose con nuestra carne, un sentimiento o una experiencia que nos ha marcado para siempre; recordándonosla eternamente.
 
Hace unos días, el tomó mi muñeca y, acariciando lentamente con su pulgar las dos letras en Kanji que dibujan mi muñeca derecha, me preguntó desde cuándo aquellos dos conceptos marcaban mi piel.
 
Me sorprendí. No pude evitarlo. Primero, porque descubrí en aquel momento que él entendía que aquellas dos concepciones eran sinogramas utilizados en la escritura del idioma japonés. Segundo, porque él sabía que significaban algo, algo importante.
 
Algo se revolvió dentro de mí. Me asusté. A pesar de que hacía años que aquellos dos trazos abrasaban la piel de mi muñeca, recordándome a diario el motivo por el cual decidí marcarme, y a pesar de que los exponía alegremente ante los ojos de cualquiera que quisiera fijarse, el simple hecho de que él -precisamente él- los mirase tan fijamente, casi con estupor, me hizo sentir desnuda, frágil y vulnerable a sus ojos. Un escalofrío recorrió mi espina dorsal, erizando la piel de todo mi cuerpo, convulsionándome por dentro.
 
Liberé con cierta brusquedad la mano de entre las suyas para abrazarme a mí misma con el propósito de calmarme. Él abrió los ojos sorprendido, estupefacto, pero el acto reflejo fue instantáneo; no pude (no quise) evitarlo. Aquellas dos estigmas encerraban algo de mí muy personal, muy mío, y el hecho de que -irónicamente- él fuese el que me preguntase por ellas con tanto interés, mirándome tan fijamente a los ojos, prácticamente aguantando la respiración, anhelando mi respuesta, me abrumó por completo confundiéndome, arrasando con mi serenidad y llevándosela consigo; no pude evitarlo. Fue como una descarga eléctrica que me atontó por momentos.
 
- Mucho tiempo- susurré cuando, aferrándome al poco raciocinio que me quedaba, comprendí que aún no había respondido su pregunta.
 
Él no me preguntó nada más. No pudo o no supo hacerlo. Frotó sus manos, sintiéndolas vacías, y se puso en pie, rompiendo la conexión visual que habíamos compartido. Giré sobre mis pasos y me alejé de allí -de él- sin añadir nada más.
 
 
Fui una cobarde, lo sé, pero... ¿Cómo explicarle en voz alta lo que significan aquellas líneas? ¿Cómo explicarle el motivo exacto por el cual decidí marcarme... para siempre? Al fin y al cabo, él también forma parte de uno de los trazos...
 
No me arrepiento de haberme tatuado, no me entendáis mal. Tampoco soy ninguna masoquista que pretende martirizarse cada día, en absoluto. Simplemente, me asusté. Me asusté de verme obligada, de algún modo, a describir con palabras lo que viví, lo que sentí durante aquellos años, aquello que -en parte- me empujó a señalarme la carne para no olvidar, para no perdonar, para impedirme en modo alguno volver a pasar por lo mismo, para no dejar que... nadie volviese a hacerme daño; no de aquella manera. ¡No lo permitiría!
 
Estas marcas son una leve alusión a un pasado que no quiero ni puedo olvidar, un mero recuerdo de que yo no puedo dejarme vencer. Ni puedo ni debo, ni entonces ni ahora, nunca. Son una mención escrita de lo que fue y que jamás volverá a ser. Algo así como una alarma errante que me acompaña en el camino, previniéndome. Es el arma inexpugnable que me protege.
 
 
Cada día me sorprenden más las personas que se tatúan sin sentido, sin ningún tipo de filtro. Me apabulla, sinceramente. Me abruma la facilidad que tenemos las personas para "jugar" con nuestro cuerpo, como si fuésemos réplicas de Mr. Potato y no pudiésemos evitar adornarnos con complementos de quita y pon (¡maldita evolución tecnológica!).
 
Yo lo hice porque estos dos trazos significan algo para mí, algo muy importante. Lo hice porque, además de necesitarlo para sentirme... humana, en aquel entonces requería de un indicador que me infundase fuerzas. No recuerdo las veces que miré profundamente, sin pestañear, los dos caracteres; que acaricié con las yemas de los dedos sus líneas, arañando unos resquicios de cordura... Cientos, quizás millones. Demasiadas.
 
He acechado tan de continuo ambos trazos que el precio moral que pagué por ellos ha quedado saldado con creces hace tiempo. Sin embargo, aún hoy, en algún momento de decaimiento, todavía rozo con mis dedos la tinta impresa en mi piel; buscando, anhelando, previniendo. No sé si es un acto reflejo provocado por los años, pero continúa calmándome.
 
 
En la espalda, en el omóplato derecho, oculto de los ojos de cualquier fisgón, tengo otra marca que me recuerda a mi madre con ternura. Esta me la hice muy joven; quizás también porque a ella la perdí siendo una chiquilla.
 
Sólo una vez me sentí estremecer a causa de este tribal y fue en un momento de pasión en el que, a golpe de pubis, pecho contra espalda, el besó una a una todas las líneas que dibujan la ilustración que yo misma diseñé, rozando con la punta de su lengua el centro mismo del esbozo. Jamás me sentí tan cerca de mi madre, estando ella tan lejos, como en aquel breve instante en el que duró la suave caricia. Él conocía perfectamente el significado del trazo así que supongo que lo hizo a conciencia.
 
El sucinto gesto me unió irreversiblemente a él, para siempre. Aún hoy lo recuerdo con agitación.
 
 

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