Cuando decimos que hemos perdido a alguien, lo hacemos como si hablásemos de haber perdido las llaves, la lista de la compra o un calcetín. Sin embargo, perder a alguien no es algo tan trivial. Es algo importante, realmente importante. Y casi nunca, o nunca, hay alguien (quien sea) que nos enseñe a expresar ese dolor, esa pérdida, y nos ayude a exteriorizarla para no hacinarla dentro y que explote más adelante; probablemente, cuando menos conviene.
Mi madre falleció cuando yo tenía trece años. La noticia, si es que se puede llamar así, me sentó como un cubo de agua fría. Emocionalmente, no estaba preparada para una conmoción así (¡Quién lo está!). Psicológicamente, menos aún.
A pesar de que mi madre llevaba bastantes meses enferma, nadie nos preparó para semejante suceso.
Estábamos de vacaciones. Su salud había empeorado con los días debido a contrastes de las temperaturas. El calor del sol reñía con crueldad con la frescura del agua del mar y ella estaba débil, muy débil. Era prácticamente inevitable que su salud se agravara.
Aún hospitalizada, yo tenía esperanzas. Era una cría, una pobre niña inocente e ingenua que soñaba despierta con sueños imposibles. La curación de mi madre era mi prioridad, mi sueño más ansiado. Lo deseaba, lo deseaba de veras. Rezaba todas las noches para que se obrara ese milagro. Desafortunadamente, mis súplicas cayeron en saco roto y mi deseo se convirtió en pura utopía.
Recuerdo con exactitud qué pasó aquel día. Recuerdo, paso a paso, cómo transcurrió todo. Cuando cierro los ojos y lo visualizo, me pongo a temblar por pura impotencia. Me enrabieto y me frustro a partes iguales. Y a pesar de que han pasado casi los mismos años que tenía cuando sucedió, aún me mata recordarlo. Perder a una madre no es fácil. Perder a una madre cuando aún eres una niña es todavía menos fácil.
Por obligación, por las circunstancias, porque todo y todos lo esperaban continué con mi vida. Sin embargo, nadie me enseñó a exteriorizar ese dolor. Nadie me ayudó a aceptarlo, a expresarlo, a sacarlo fuera. Supongo que con el tiempo se instaló dentro de mí un vacío difícil de llenar que aprendí a ignorar por pura conveniencia.
La pérdida de una madre siempre es dura pero, si la pierdes cuando aún eres una niña, ese vacío va acompañado de muchos más; carencias que no puedes suplantar con nada ni nadie. Aprendes a admitir ese hecho, sí, pero no por eso duele menos o, simplemente, deja de doler.
Dicen que "mal de muchos, consuelo de tontos". Yo diría más bien "mal de muchos, aprendizaje de todos". Es un hecho que las penas, cuando se comparten, se hacen más livianas. Siguen siendo penas, siguen haciéndonos daño, pero no pesan tanto y duelen menos. Yo aprendí de mi tristeza y del dolor de todos lo que me rodeaban y sufrieron en sus carnes la misma pena que yo.
Debería existir un protocolo de actuación para este tipo de casos, un manual que explicara qué hacer con los niños y las niñas que sufren pérdidas de este calibre, que les enseñara a expresar sus miedos, sus dudas, su dolor. No es fácil admitir que uno está sufriendo y todavía es más difícil decirlo en voz alta. ¿Por qué entonces no facilitar el camino? ¿Por qué no ofrecer las herramientas adecuadas para ello?
Un niño es un ser indefenso expuesto a todo de manera brutal. La pérdida de uno de sus padres, su divorcio o las continuas peleas entre ellos pueden marcarle de por vida de la misma manera que se queda gravada en el rostro la huella de una mano después de una bofetada. Un niño ha de estar protegido y debería sentirse así siempre. ¿Por qué no incitarle a ello entonces? ¿Por qué no ayudarle?
Hoy he visto una película que me ha hecho reír y llorar a partes iguales. En sí, la película no es un gran film con carísimos efectos especiales y protagonistas de desorbitantes cachés. Ni si quiera podría considerarse merecedora de un Óscar. Sin embargo, tiene un trasfondo, un alcance, una lección de la que pocas películas pueden presumir.
Sin duda, si después de leer lo que he escrito estáis de acuerdo en algo conmigo, esta película hará que vuestras tripas se remuevan.
Por supuesto, os recomiendo una buena manta, una taza de café bien calentito y, eso sí, una caja de kleenex.
¡Buena película!
P.D.: Sé que mi madre está en el cielo y vela por mí desde ahí arriba. Por eso, no puedo evitar pensar en ella cada vez alzo la cabeza y observo las estrellas. Siempre, siempre, la llevo en mi corazón. Te quiero, mamá.
No hay comentarios:
Publicar un comentario