"Has llamado a mi puerta una, dos, cien veces y siempre haces lo mismo. No hablas. No preguntas. Ni si quiera dudas. En cuestión de segundos y sin dejar de mirarme con determinación a los ojos, me alzas entre tus brazos, entras conmigo en mi casa, cierras la puerta de una patada y clavas mi espalda contra la pared. Con decisión, presteza, sin preguntarme si estoy sola o acompañada o si yo también lo quiero. Sin darme la oportunidad de negarme. Sin opciones".
Estoy cansada. Ha sido un día duro en la oficina y en el entrenamiento de hoy, además, me he exigido más de lo normal. No sé qué me pasa. Mi cuerpo está alerta, nervioso, expectante, como si supiese con anticipación que va a ocurrir algo pero no supiese decirme el qué. Quizás por eso he corrido más rápido y más kilómetros de los que estoy acostumbrada. Quizás por eso hoy he querido entrenar hasta el agotamiento. Quizás por eso me he esforzado más, hasta consumir mi energía y sentir los músculos destrozados, hasta desfallecer de puro cansancio.
Estoy tirada en el sofá viendo la televisión sin verla. Me relaja tener ese sonido de fondo, hace que la habitación no parezca tan vacía ni yo tan sola. Me reconforta sentirme acompañada. En días como hoy lo necesito como el respirar. Me siento... vacía.
No sé qué hago aquí. Debería acostarme. Sé que mañana no tengo que madrugar pero estoy tan cansada que lo más prudente sería marcharme a mi habitación a descansar. Sin embargo y a pesar de que mi cabeza me pide a gritos que sea prudente y lo haga, mi cuerpo no parece reaccionar. Está decidido a rebelarse. ¿Por qué?
Unos rítmicos golpecitos muy característicos suenan al otro lado de la puerta de casa. Están llamando. Mi corazón se acelera con rapidez y mi respiración le toma el pulso. No puede ser. Otra vez no. Hoy no. Me levanto con agilidad y me acerco a la pieza de madera. Dudo entre abrir o ignorar lo que siento. La acompasada llamada vuelve a resonar al otro lado. Está impaciente y yo puede que también. No lo sé. Estoy confusa.
Abro sin pensar.
Es él. Una vez más. Digno, orgulloso, seguro de sí mismo. Mi peor pesadilla y también mi más maravillosa quimera. Su mirada es penetrante, rotunda, arrogante. Su boca, una fina línea de fuego que me quema desde fuera, insensata, maliciosa, perversa. Está decidido a hacer de mí una muñeca, un juguete de un solo uso, una fantasía engañosa, una ilusión vaporosa. No puede ser. No podría soportarlo. ¿Cómo podría?
Esos ojos, esa sonrisa, ese rictus decidido en su rostro pueden conmigo. Él sabe que ha ganado. Se sabe victorioso. Concluyente, me alza entre sus brazos, entra dentro de casa, cierra la puerta de una patada y me clava contra la pared. Su boca planea sobre la mía pero no me besa. Nunca lo hace. Le gusta enloquecerme. Le gusta jugar al gato y al ratón. Yo, por supuesto, soy el ratón. Siempre soy el ratón.
Para evitar caerme, rodeo sus caderas con mis piernas. Le agarro del pelo e intentarlo acercarlo a mí pero él está decidido a alargar mi agonía, a hacerme sufrir. Presto, hunde su nariz en mi cuello y me huele. Lo hace profundo, hondo, insaciable de mi aroma. Parece estar buscando en mí un elixir que no termina de encontrar. Su nariz me hace cosquillas a lo largo de todo el cuello. Es un cosquilleo que poco a poco se va tornando en deseo, hambre, sed, ganas de él. Pero él sigue sin besarme, sin complacerme. Sólo tantea mi cuerpo, mis reacciones, las sensaciones que no puedo evitar esconder y que le muestro sin reparos. Esa soy yo: sumisa, dócil, entregada. A él parece gustarle que sea así y yo solo quiero complacerle.
El sonido del reloj de la cocina se va alejando de nosotros. El aire de la habitación empieza a condensarse. Nuestras respiraciones están agitadas, nuestros cuerpos sudorosos. Me ha quitado la camiseta. Después, se ha quitado la suya. Con presteza, me ha desabrochado el sujetador y lo ha lanzado lejos. Nuestros pechos se han unido una vez más. Está caliente. Es una estufa humana que desprende un calor venenoso. Me derrite. Me licúa como el metal. Quiero besarle pero, cada vez que lo intento, aleja su rostro del mío. Es agónico tenerle tan cerca y no poder saborearle como quiero. Es realmente desesperante.
Con un ágil movimiento entra en mi interior. Lo hace con fuerza, hasta el fondo, de un solo empujón. Yo estoy preparada para recibirle. Siempre estoy preparada para él. Una exhalación, dos... Sus labios están a unos milímetros de mi boca pero no me besa. No quiere hacerlo. Gemidos. Suspiros. Otra exhalación. Le siento RESPIRAR DENTRO DE MÍ. Siento sus palpitaciones, su pulso acelerado, sus latidos. Es una sensación única que no puedo comparar con nada; una fusión de almas; el acople de dos cuerpos dispersos que unidos hacen un todo; una compenetración completa, llena. Él sigue respirando en mi cuerpo, arropado en el calor que desprendo, oculto de todo y todos. Uno, dos,... Cada vez lo hace más rápido, con más energía, más urgencia. Me necesita. Esa sensación de poder logra que alcance el orgasmo antes que él. No puedo evitarlo. Agarra con fuerza mi pelo y tironea de él para darse espacio. Acerca sus dientes a mi hombro y me muerde. Lo hace para ahogar el grito que pugna por salir de su garanta y al que no quiere darle voz. Él también ha alcanzado el clímax. Se ha convulsionado en un titánico espasmo que promete explosionar su cuerpo de dentro afuera. Acerca su boca a mi oído y me permite escuchar su respiración agitada. Es un regalo que me hace. Nunca se muestra condescendiente conmigo.
Cuando despierto de madrugada, él no está. Las sábanas están frías, lo que quiere decir que se ha marchado hace tiempo. El silencio de la habitación es ensordecedor. Mi angustia es terrible. No ha dejado ninguna nota. Nunca lo hace. Me rozo los labios con las yemas de los dedos y revivo los besos que no me ha dado. Pienso que es un sueño. Lo creo. Sin embargo, cuando giro la cabeza para mirar mi hombro, me doy cuenta de que todo ha sido real. La marca de su mordisco está ahí, intacta, atrevida, provocadora. ¿Cómo he podido...? ¡Otra vez!
Reflexiones
A menudo, nos entregamos a otra persona sin cabeza. Se presenta ante nosotros y, a la mínima oportunidad, se abalanza sobre nosotros como si fuésemos su presa (y lo somos). Este tipo de personas saben hacerlo bien. Nos hacen sentir cosas que difícilmente sentimos con otros y, en la oscuridad, nos arrebatan la dignidad sin que podamos impedírselo.
La sensación de sentir cómo respiran dentro de nuestros cuerpos es incomparable, indescriptible, tremendamente inalcanzable. Sentir sus pulsaciones, su respiración, su agitación, sentirle parte de nosotras es fantástico. No puedo explicar con palabras qué es tener a alguien dentro de ti y sentirle tuyo, una extremidad más de tu cuerpo, un acople más, parte de ti.
El sexo es sexo. Una fricción de dos cuerpos cuyo único objetivo es disfrutar al máximo hasta que ambos alcanzan el éxtasis. Sin embargo, hay otro tipo de sexo difícil de conseguir. Y no hablo del sexo con amor. Hablo del sexo de dos mitades. Hablo del sexo fusionable. Hablo del sexo que consigue que dos personas, en un mismo acto, conecten con todos sus anclajes, todos sus cables y todas sus terminaciones nerviosas. Es un batido de sensaciones que te electrifican desde los dedos de los pies hasta las mismísimas pestañas, un relámpago de percepciones, una descarga de emociones, una trasfusión de causas y efectos constante, un milagro.
La soledad y la desolación que dejan cuando se van, amplifica con creces la sensación de impotencia. Es desolador. Es como si pusieran un Universo entero a tus pies y, en un despiste, te lo arrebataran.
Creo concienzudamente que hay personas destinadas a aparecer en nuestras vidas por uno u otro motivo. Creo también que lo hacen cuando tienen que hacerlo y creo que lo hacen por algo.
Si tiene que venir, vendrá.
Si tiene que ser, será.
Mientras tanto, disfrutemos de esas respiraciones, de esos pulsos y esas sensaciones porque eso, jamás, podrá arrebatárnoslo nadie, ni si quiera ellos.
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