Un libro, una película, una conversación, una copa de vino o dos: cualquiera de estas razones es buena para retrasar el momento de irse a la cama. "Un capítulo más", "cinco minutitos más", "otra copa" son frases tan reclamadas como acatadas en nuestro día a día. Pero, si supiésemos que ese libro, esa película, esa conversación o esa copa podrían marcar la diferencia, establecer un antes y un después en nuestras vidas, ¿lo haríamos igualmente? ¿Leeríamos un capítulo más, disfrutaríamos un poquito más de la conversación y beberíamos una copa más?
La vida está marcada por decisiones que nos abren nuevos caminos; riachuelos que nos remolcan a una nueva decisión, otro afluente, una nueva pregunta y una nueva respuesta que reiniciarán el proceso desde otro punto de partida, desde otra salida.
Una caricia, una palabra, una mirada, una sonrisa, un beso... Cualquier gesto puede marcar la diferencia, determinar un principio o un final o, simplemente, sumar o restar. El problema es que no nos damos cuenta hasta que tropezamos de frente con la pared, hasta que es demasiado tarde y retroceder no es una opción y avanzar es una obligación.
Vivimos ciegos en un mundo en el que no nos interesa ver. Obviar situaciones, circunstancias o hechos que realmente están pasando nos hace mirar a otro lado y apartar la mirada de una realidad que no nos gusta o que no queremos ver. Y aunque a simple vista actuar así parece más cómodo, la realidad es bien distinta.
Yo he estado en el lado de la súplica, la humillación, en la orilla donde ponerte de rodillas para pedir una nueva oportunidad no parecía ser tan disparatado. He estado en el flanco de las lágrimas, la desazón y la vergüenza, el lado donde el dolor se mezcla con el desgarro, las sinrazones, la ceguera, la incomprensión y el querer saber para romperte cada vez un poquito más por dentro, donde el corazón se encoge como una pasa hasta quedar envasado al vacío, donde lo pequeño te aplasta como un apisonadora y lo grande te abate por dentro y por fuera, donde respirar se te hace un mundo y abrir los ojos para ver no es una posibilidad.
Pero también he estado en el lado contrario, el lado donde se aferran a ti con uñas y dientes, donde el remordimiento, la pena y la apatía asedian tu alma para invadirla, donde antes amabas y ahora solo quieres, donde antes veías luz y ahora sombras, donde antes había algo y ahora nada. He estado en el lado donde lo que parecía fácil se hacía difícil, donde avanzar se convertía en reptar, donde el corazón se pinzaba un poquito más cada vez y el aire se consumía por momentos, donde miraba y veía, donde comprendía y sabía, donde era yo pero solo un yo a medias porque, seamos sinceros, en este lado tampoco eres tú al completo.
El miedo es más fuerte que lo desconocido, más potente, más indomable, más agresivo y más arrollador. Una pequeña grieta y puede corromper toda tu estructura. Es un ente con vida propia que se cuela en tu vida y se planta allí para quedarse y dilatarse. Y lo curioso es que el miedo viene sin avisar. Sin darte cuenta, le abres la puerta, se instala en tu casa, se tumba a tu lado en el sofá e incluso desayuna contigo. Es un amigo que te sigue a todos lados, algo o alguien de lo que no puedes desprenderte. Quisieras despedirte de él y enviarle lejos pero la convivencia con él no es tan mala: no hace ruido, no molesta y las cosas con él parecen sencillas. Es como un mueble viejo que está ahí, ni armoniza ni desentona con el resto de los trastos así que no lo tiras, te lo quedas.
Pero un día, en un nuevo cruce, una nueva decisión, una nueva coyuntura, el miedo te planta cara. Se envalentona, se pone gallito, te exige. Se pone celoso de tu incipiente desprendimiento, de tu desinterés por él. Se pone enfermo por ignorarle, por no priorizarle, se cabrea. Te arrincona, te grita y se desespera. Te golpea una vez, dos, siete. Te insulta. Te llama descarada, desvergonzada, cobarde. Se acerca tanto a ti que su aliento es el tuyo; su piel, la tuya; sus pensamientos, tuyos... y, claro, te debilitas, flaqueas, dudas. Retrocedes dos pasos y coges aire; lo necesitas. Giras el rostro porque no quieres ver, porque en realidad estarías muy bien sin ver. ¡Estarías genial! Pero estás harta... Las ganas de avanzar, crecer, madurar, ser feliz son más fuertes que esa desazón. El miedo avanza hacia ti pero tú ya no retrocedes, te plantas. Te grita otra vez. Te zarandea. Bravuconea. Sin embargo, tu perseverancia le va haciendo más pequeño. La seguridad en ti misma te ayuda, ver que por primera vez en mucho tiempo él recula también. Y lo que se te hacía un mundo, lo que parecía difícil, lo que creías imposible parece abrirte una nueva vía. Desconfías, claro. El miedo te acompaña los primeros pasos. Avanzas con prudencia, dubitativa, cargada de recelos, pero continúas andando. Y lo que parecía ser un camino tenebroso, lúgubre y oscuro se convierte en algo nuevo, lleno de promesas y sueños. Se convierte en OPORTUNIDAD. Y el miedo se queda atrás...
Se dice que no somos conscientes de lo que tenemos hasta que lo perdemos. Yo añadiría, además, que sabemos lo que tenemos pero que es más cómodo no querer ver ciertas cosas, que es más fácil callar a hablar, que es más simple ignorar a interesarse. Y, señores, lo cómodo casi nunca es lo acertado. La zona de confort está sobrevalorada porque lo bonito, lo especial, lo que merece la pena sucede siempre fuere de ella.
¿Miedo? Sí, claro. ¿Oportunidades? También. ¿Estamos aquí para perdernos momentos? No. ¿Para caminar solos? No. ¿Para agazaparnos y escondernos? No. Estamos aquí para leer todos los libros que podamos, ver puñados de películas, tener mil conversaciones y descorchar un montón de botellas de vino. Estamos aquí para atrevernos, lanzarnos, ver (pero ver bien) y ser felices. Estamos aquí para poner el despertador cada noche y apagarlo por la mañana con ganas de más. Estamos aquí para disfrutar cada día como si fuese único. Estamos aquí para vivir OPORTUNIDADES.
El mundo está lleno de oportunidades. Hay que sabe cogerlas.
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