Llevo
tiempo sin sentarme frente al portátil a aporrear las teclas sin pensar.
¿Sentarme frente al portátil? Sí, muchas veces, como si se tratase de un espejo
en el que puedo ver mi propio reflejo pero... ¿Escribir? He de confesar que no.
Y aquí estoy, llorando, como si conociese el final, como si estuviese escrito, como si supiese con una certeza absoluta que mi barca tarde o temprano fuese a volcar. Y aunque de momento solo me balanceo con suavidad, en mi cabeza el desastre está anunciado.
Nunca
me había costado escribir. No recuerdo ni un solo momento en mi vida en el que
haya querido expresar mis sentimientos, mis pensamientos o mis más insólitas
locuras y no me hayan salido solas las palabras. También es cierto que antes,
cuando me desahogaba en este blog, apenas trascendía lo que contaba. Eran solo
un puñado de lectores los que me leían y, afortunadamente, ninguno de ellos
(no al menos que yo supiese) me conocía de verdad; en persona. Escribir
entonces era fácil. Total, ¿quién iba a juzgarme? ¿Quién, al otro lado de la
pantalla, iba a querer hacerlo? ¿Y quién, en todo caso, podía dañarme si lo
hacía? Nadie.
Ahora
es diferente. Cuando escribo, temo plasmar algo que no debo o que no quiero
publicar. Temo contar… MÁS; terrible vocablo para simplificar en tres únicas
letras una infinidad de vicisitudes sentidas, pensadas y vividas. Diréis:
“morena, pues no escribas sobre ti. Habla de otra cosa y ya está”. ¡Qué fácil!
Este blog habla de mí, de lo que me rodea, lo que me sucede, lo que le ocurre a
los míos, lo que pienso y siento, ¿cómo podría dejar de hacerlo? ¿Por qué
debería dejar de hacerlo, además?
Voy
a confesaros algo…
La
melodía “June Duo” de Alex Sirvent ySoulSoundtrack en piano y cello refleja con maestría mi statu quo actual. Los acordes del piano entremezclados con el sutil
acompañamiento del cello simbolizan una balsa de agua anímica tenuemente
interrumpida por un balanceo casual que, aunque suave, bambolea la barca sin
opción. Hablo de mi estado emocional presente.
Sé
que es estúpido pensarlo pero ese vaivén fortuito me tiene, literalmente,
aterrada. La barca es mía, la conozco, sé sus medidas de memoria, sé si hace
aguas y cómo achicarla en caso de que así sea. Sin embargo, los bamboleos… Esos
no los conozco, no sé de dónde vienen ni qué son capaces de hacer. No sé si
volcarán mi barca, si la alejarán demasiado de la orilla o si solo la acunarán
como a un bebé al que quieren dormir. Me da terror -auténtico pavor- pensar lo
que ese tambaleo pueda hacerle a mi barca.
Y aquí estoy, llorando, como si conociese el final, como si estuviese escrito, como si supiese con una certeza absoluta que mi barca tarde o temprano fuese a volcar. Y aunque de momento solo me balanceo con suavidad, en mi cabeza el desastre está anunciado.
El
océano se extiende ante mis ojos como una extensa alfombra azul carente de
esquinas. Yo estoy de rodillas en el interior de mi barca, más tiesa que un palo
y aferrada al corredor con tanta fuerza que hasta las yemas de mis dedos están blancas. Tengo el cuerpo agarrotado; espoleado por una tensión de la que
solo yo soy culpable (soy consciente)… pero no puedo evitarlo. El mar es tan inmenso y el
contoneo tan desigual que es difícil pensar que no hay peligro de caer,
hundirse… y morir (metafóricamente hablando, claro).
¿De
dónde vienen esas sacudidas? ¿Qué se proponen? ¿Qué quieren de mí? ¿Por qué no
me dejo llevar por ellas? ¿Por qué no las disfruto? Hay quien piensa que llorar
es una debilidad, a pensar que es una fortaleza de la que desgraciadamente no
todos disponen. Es un don, un don maravilloso. Y si se tiene hay que
respetarlo, como se respetaría cualquier otro. No todo el mundo tiene la suerte
de poseer esta virtud. “Llorar es bueno a ratos”, “llorar está bien pero con
moderación”… ¿Por qué? ¿Acaso modulamos la felicidad? No hay que llorar por
todo (es obvio) pero tampoco hay que tragarse las lágrimas. Y aquí estoy yo,
arañándome las rodillas con los tablones de mi barca, aferrada al corredor con
más miedo que calma y con un reguero de lágrimas cayendo por mis mejillas como
un riachuelo dispuesto a hundir mi bote con sus lamentos.
Soy
feliz a pesar de todo porque lo que tengo ante mis ojos es de una belleza tan
intensa que, a veces, muy pocas, me hace ser consciente del movimiento
que hace danzar mi bote. El vaivén da miedo, desde luego, pero el paisaje es
tan maravilloso…
Siendo
justa conmigo misma, he de decir que tiempo atrás he navegado en aguas más
templadas y eso, desde mi alarmante estado anímico actual, es un consuelo que
aferro con todas mis fuerzas y por el que estoy dispuesta a luchar por regresar.
No
es agua mi universo, ni un oleaje lo que la vida dispone para mí. Ni siquiera
la barca soy yo pero, es tan jodidamente complicado hablar de una misma sin
querer callarse nada y al mismo tiempo deseando callarlo todo, que no he
encontrado otra forma de plasmar con palabras cómo me siento, qué pasa por mi cabeza…
o a qué le tengo tanto miedo... hoy.
Además,
cuando hablas de tu océano y su resaca a determinadas personas que no saben
apreciar tu naturaleza, que no dan importancia a lo que a ti te parece un todo,
cuando no te dan respuestas a tus múltiples preguntas ni pañuelos a tus
interminables lágrimas, el oleaje se embravece y acabas aferrándote el corredor
con tanta fuerza que las terminaciones nerviosas se contraen de dolor y la
cabeza te palpita como palomitas de maíz.
Es
resaca nada más, lo sabes, pero bambolea tu barca hasta casi volcarla… Y eso, señores, acojona.
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