miércoles, 4 de julio de 2018

Nos conocemos

 
Llevo tiempo sin sentarme frente al portátil a aporrear las teclas sin pensar. ¿Sentarme frente al portátil? Sí, muchas veces, como si se tratase de un espejo en el que puedo ver mi propio reflejo pero... ¿Escribir? He de confesar que no.

Nunca me había costado escribir. No recuerdo ni un solo momento en mi vida en el que haya querido expresar mis sentimientos, mis pensamientos o mis más insólitas locuras y no me hayan salido solas las palabras. También es cierto que antes, cuando me desahogaba en este blog, apenas trascendía lo que contaba. Eran solo un puñado de lectores los que me leían y, afortunadamente, ninguno de ellos (no al menos que yo supiese) me conocía de verdad; en persona. Escribir entonces era fácil. Total, ¿quién iba a juzgarme? ¿Quién, al otro lado de la pantalla, iba a querer hacerlo? ¿Y quién, en todo caso, podía dañarme si lo hacía? Nadie.
 
Ahora es diferente. Cuando escribo, temo plasmar algo que no debo o que no quiero publicar. Temo contar… MÁS; terrible vocablo para simplificar en tres únicas letras una infinidad de vicisitudes sentidas, pensadas y vividas. Diréis: “morena, pues no escribas sobre ti. Habla de otra cosa y ya está”. ¡Qué fácil! Este blog habla de mí, de lo que me rodea, lo que me sucede, lo que le ocurre a los míos, lo que pienso y siento, ¿cómo podría dejar de hacerlo? ¿Por qué debería dejar de hacerlo, además?
Voy a confesaros algo…
 
La melodía “June Duo” de Alex Sirvent ySoulSoundtrack en piano y cello refleja con maestría mi statu quo actual. Los acordes del piano entremezclados con el sutil acompañamiento del cello simbolizan una balsa de agua anímica tenuemente interrumpida por un balanceo casual que, aunque suave, bambolea la barca sin opción. Hablo de mi estado emocional presente.
 
Sé que es estúpido pensarlo pero ese vaivén fortuito me tiene, literalmente, aterrada. La barca es mía, la conozco, sé sus medidas de memoria, sé si hace aguas y cómo achicarla en caso de que así sea. Sin embargo, los bamboleos… Esos no los conozco, no sé de dónde vienen ni qué son capaces de hacer. No sé si volcarán mi barca, si la alejarán demasiado de la orilla o si solo la acunarán como a un bebé al que quieren dormir. Me da terror -auténtico pavor- pensar lo que ese tambaleo pueda hacerle a mi barca.
 

Y aquí estoy, llorando, como si conociese el final, como si estuviese escrito, como si supiese con una certeza absoluta que mi barca tarde o temprano fuese a volcar. Y aunque de momento solo me balanceo con suavidad, en mi cabeza el desastre está anunciado.

El océano se extiende ante mis ojos como una extensa alfombra azul carente de esquinas. Yo estoy de rodillas en el interior de mi barca, más tiesa que un palo y aferrada al corredor con tanta fuerza que hasta las yemas de mis dedos están blancas. Tengo el cuerpo agarrotado; espoleado por una tensión de la que solo yo soy culpable (soy consciente)… pero no puedo evitarlo. El mar es tan inmenso y el contoneo tan desigual que es difícil pensar que no hay peligro de caer, hundirse… y morir (metafóricamente hablando, claro).
 
 
¿De dónde vienen esas sacudidas? ¿Qué se proponen? ¿Qué quieren de mí? ¿Por qué no me dejo llevar por ellas? ¿Por qué no las disfruto? Hay quien piensa que llorar es una debilidad, a pensar que es una fortaleza de la que desgraciadamente no todos disponen. Es un don, un don maravilloso. Y si se tiene hay que respetarlo, como se respetaría cualquier otro. No todo el mundo tiene la suerte de poseer esta virtud. “Llorar es bueno a ratos”, “llorar está bien pero con moderación”… ¿Por qué? ¿Acaso modulamos la felicidad? No hay que llorar por todo (es obvio) pero tampoco hay que tragarse las lágrimas. Y aquí estoy yo, arañándome las rodillas con los tablones de mi barca, aferrada al corredor con más miedo que calma y con un reguero de lágrimas cayendo por mis mejillas como un riachuelo dispuesto a hundir mi bote con sus lamentos.
 
Soy feliz a pesar de todo porque lo que tengo ante mis ojos es de una belleza tan intensa que, a veces, muy pocas, me hace ser consciente del movimiento que hace danzar mi bote. El vaivén da miedo, desde luego, pero el paisaje es tan maravilloso…
 
Siendo justa conmigo misma, he de decir que tiempo atrás he navegado en aguas más templadas y eso, desde mi alarmante estado anímico actual, es un consuelo que aferro con todas mis fuerzas y por el que estoy dispuesta a luchar por regresar.

 
No es agua mi universo, ni un oleaje lo que la vida dispone para mí. Ni siquiera la barca soy yo pero, es tan jodidamente complicado hablar de una misma sin querer callarse nada y al mismo tiempo deseando callarlo todo, que no he encontrado otra forma de plasmar con palabras cómo me siento, qué pasa por mi cabeza… o a qué le tengo tanto miedo... hoy.
 
Además, cuando hablas de tu océano y su resaca a determinadas personas que no saben apreciar tu naturaleza, que no dan importancia a lo que a ti te parece un todo, cuando no te dan respuestas a tus múltiples preguntas ni pañuelos a tus interminables lágrimas, el oleaje se embravece y acabas aferrándote el corredor con tanta fuerza que las terminaciones nerviosas se contraen de dolor y la cabeza te palpita como palomitas de maíz.
 
Es resaca nada más, lo sabes, pero bambolea tu barca hasta casi volcarla… Y eso, señores, acojona.
 
 

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