Érase una vez una niña llamada Felicity que tuvo la
suerte de nacer en un pequeñísimo pueblo escondido entre las montañas de Anaga,
un lugar fascinante más propio de cuentos de hadas y duendes.
Felicity era una niña alegre que adoraba cantar
mientras recorría a saltitos el Sendero de los Sentidos, un camino casi oculto
por una niebla constante que lo convertía en mágico. Felicity adoraba el lugar
donde vivía y lo que para ella representaba ese espacio.
Desde pequeña, Felicity había coleccionado piedras:
piedras extrañas, brillantes, de colores raros, de formas inauditas…, piedras
distintas a las demás. Ella amaba su colección a pesar de ser pequeña por su
originalidad, aunque llevaba años dedicada a ella. Para Felicity, sus pequeñas
rocas eran su tesoro más valioso.
Un día Felicity recorrió el Sendero de los Sentidos
con un compañero de la escuela. Su nuevo amigo parecía compartir los mismos
intereses que ella, así que Felicity se atrevió a mostrarle su repertorio de
piedras del que tan orgullosa estaba. Él quedó fascinado con el surtido tan
singular, así que a Felicity no la extrañó que días después la pidiera que le
regalara una. Al principio Felicity se mostró reacia, al fin y al cabo ella
había dedicado mucho tiempo a encontrarlas. Pero como era una niña generosa,
acabó por darle una. Por supuesto, su nuevo amigo quedó encantado.
Los primeros días Felicity y su amigo hablaron de
sus piedras: su color, su tacto, su tamaño… y soñaron con encontrar más, nuevas
y diferentes a las que ya tenían. Felicity estaba feliz de compartir con
alguien su misma vocación y, aunque al principio no estuvo convencida de
menguar su colección, después estuvo encantada.
Pero este amigo no resultó ser como ella creía y un
buen día desapareció. Felicity lo buscó por todo Anaga pero parecía haber sido
engullido por la tierra. Felicity no sabía cómo sentirse. ¿Traicionada?
¿Abandonada? ¿Vacía? No se dejó vencer por la tristeza e intentó ser feliz de
nuevo. Sin querer pecar de presuntuosa, se prometió a sí misma elegir sus
amistades con más cuidado la próxima vez.
Con esa premisa, los años y el esfuerzo empleado,
Felicity aumentó su colección. Sus piedras ya eran conocidas en aldeas y
pueblos cercanos así que sus habitantes se acercaban ansiosos para observarlas.
Aunque Felicity pensaba de vez en cuando en aquella
piedra que un día regaló, en general estaba encantada de su ampliada colección.
Al fin y al cabo, gracias a esa pérdida, Felicity puso más empeño en encontrar
nuevas adquisiciones.
Un día, mientras recorría el Sendero de los
Sentidos, Felicity se encontró con un joven en mitad del camino.
–¿Estás bien? –le preguntó preocupada pensando que
le había ocurrido algo.
–Estoy intentado sacar esta piedra –le contestó él sin ni siquiera levantar la
cabeza.
–Oh, ¿has encontrado alguna especial?
–Es un pedazo de amatista, creo.
–¡Qué suerte! –le contestó Felicity, que esperó
paciente a que él la extrajera para poder verla.
Con las horas, su nuevo amigo consiguió sacar la
piedra y, orgulloso, se la mostró a Felicity.
–Es preciosa –le dijo ella, admirándola–. Yo no
tengo ninguna parecida.
–¿Tú también coleccionas piedras? –le preguntó él,
sorprendido.
–Sí, ¿quieres ver mi colección?
Empujada por una euforia que hacía tiempo que no
sentía, Felicity le enseñó a su nuevo amigo, una a una, todas sus piedras. Él
quedó fascinado, aunque su espléndido surtido no tenía nada que envidiar al de
ella.
Como es lógico, Felicity y él entablaron amistad.
Aunque ella era más prudente que antaño, con el tiempo empezó a confiar en él.
Él se mostró abierto y generoso así que Felicity al final se olvidó de sus
miedos y se abrió a él por entero.
Pero un día él también desapareció, aunque lo hizo
con la mitad de su colección. ¡Le había robado! Felicity no podía creérselo.
Quiso llorar la pérdida pero, como ella siempre intentaba ver el lado bueno de
las cosas, se consoló pensando que al menos le había dejado la otra mitad. Además,
¿cómo podría demostrar ella aquel hurto a la Justicia si no tenía las
piedras catalogadas ni fotografiadas por lo especiales que eran para ella?
Pasaron muchos años antes de que Felicity pudiera
restaurar su colección. Le costó muchísimo empeño y dedicación, pero al final
fue digna de sus sueños más anhelados. Felicity era otra vez feliz.
Sin embargo, un día le llegó a casa una carta. En
ella el Juez del pueblo le decía que debía devolver a ese viejo amigo las otras
piedras que no se llevó entonces, asegurando en ese escrito que eran suyas y
que Felicity, envidiosa por no tener una colección como la que él poseía en
aquel entonces, se las robó.
Felicity estaba indignada pero, aunque intentó
demostrar que esas piedras sí eran suyas, el Juez no la creyó. Castigándola, la
condenó a devolvérselas con una compensación adicional de dos piedras más.
Aunque Felicity perdió su repertorio inicial de
piedras, más dos de la nueva, se negó a dejarse arrastrar por la tristeza y,
más empeñada que nunca, se dedicó por entero a reponer su colección.
No obstante, ese viejo amigo estaba empecinado en
hacer infeliz a Felicity; lo supo cuando le llegó una nueva carta del Juez que
le prohibía tener su propia colección. Felicity leyó y releyó la carta un
montón de veces pero el resultado siempre era el mismo: no podía coleccionar
piedras. Lo tenía terminantemente prohibido y, si la pillaban incumpliendo la pena,
sería duramente castigada por Ley.
Felicity intentó recordar si en algún momento había
hecho o dicho algo que hubiese podido herir a aquel que creyó su amigo; era la
única explicación que encontraba a su vil comportamiento. Pero ella siempre se
portó bien con él, incluso se intercambiaron alguna piedra que otra para
embellecer sus respectivas colecciones, así que nunca comprendió sus motivos.
No podía creérselo. Él estaba decidido a destruirla y ella no sabía por qué.
Ahora, en su vida adulta, Felicity se niega a
exponerse otra vez. Ella es feliz porque ha decidido serlo pero no porque esos
viejos amigos se lo hayan puesto fácil; nada más lejos de la verdad.
Ha perdido dos colecciones de piedras completas,
pero también ha perdido la fe ciega en las personas.
Yo soy Felicity y las dos colecciones que he
perdido eran el esfuerzo y la dedicación de casi veinte años de trabajo. MI
TRABAJO.
No culpo a la Justicia de este país, ni a los Jueces que la
dirigen, ni a los Abogados y Procuradores que nos representan.
Culpo a esos falsos “amigos” por aprovecharse de fallas
legales que les benefician.
Culpo a esos falsos “amigos” porque no tienen nada
que perder por no tener nada propio.
Culpo a esos falsos “amigos” por ser capaces de
hundirse a sí mismos si así consiguen hundirte a ti con ellos (aunque no tengan
motivos).
Siento rabia, impotencia y frustración porque no
hay razones que justifiquen un comportamiento como el que han tenido -y tienen-
estos viejos “amigos”, pero también siento orgullo, confianza, seguridad y
tranquilidad porque yo sí puedo caminar con la cabeza bien alta por el día y
descansar la cabeza en mi almohada con la conciencia bien tranquila por las
noches.
Decepcionada, sorprendida, defraudada, hurtada,
vulnerada, desencantada, prevenida, escaldada…, pero FELIZ.
Las colecciones no dejan de ser colecciones pero…
Tu felicidad la construyes tú.
La haces posible tú.
La haces real tú.
Y que esos falsos “amigos” no puedan quitarnos eso
NUNCA.
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