Una mujer puede estar contenta, enfadada, triste, aburrida, inapetente, apática, confundida, enamorada, activa, cansada, pensativa, curiosa, adormilada, fresca, sosa, ingeniosa, sarcástica, irónica, golosa, vigorosa, jadeante, lúcida o loca, pero siempre, sin excepción alguna, tiene ganas de comprar; lo que sea, donde sea, cuando sea y por la cantidad que sea. Y si me apuráis, con quien sea.
Esto es un hecho. Y es un hecho verídico cuyas estadísticas son altamente inconfundibles. Irrebatibles. Cuanto más compra una mujer, más tiemblan sus cifras bancarias (y las de su pareja, si es que la tiene) y más placer siente ésta con la transacción.
Lo que no sé muy bien es si su felicidad se dilata aún más cuanto mayor es el número de espasmos que sufra su pareja al comprobar el extracto bancario (aún no hay estadísticas que lo refuten así que no puedo asegurarlo) o simplemente su felicidad se concentra únicamente en las veces que la banda magnética de su tarjeta pasa por un datafono. No lo tengo claro.
El caso es que está demostrado que una mujer es feliz con... digamos tres bolsas distintas repletas de trapitos, alhajas y cosmética de tiendas de alta gama, pero una mujer es altamente feliz con siete u ocho bolsas (si son más, más feliz aún) repletas de esas y otras cosas procedentes de muchas más tiendas de alto prestigio. Si, además, alguna de esas bolsas contiene un par o dos de zapatos, ¡la felicidad es suprema! Indescriptible. Sublime. Divina. Soberbia. Esto es así y lo sabéis.
Muchas veces me han dicho que soy muy fácil de contentar (y lo que es más importante para que la estadística sea indiscutible: lo han asegurado personas distintas) . ¡Y es cierto! Dame una tarjeta y seré la mujer más feliz del mundo. Dame dos y pondré el mundo a tus pies.
Esto funciona más o menos así....
Es un día cualquiera. Hace calor, mucho. No corre ni una brizna de aire. Las ventanas están completamente abiertas para nada, aunque así alcanzo a escuchar pequeños comentarios sueltos de mis vecinos. Mis perros jadean extasiados, agobiados. Me he bebido dos o tres vasos de agua fría, muy fría, de un tirón. Voy a explotar. Estoy espatarrada en el sofá, con un mini-short de hilo y una camiseta que apenas deja nada a la imaginación, sin sujetador y con un moño desenfadado en la cabeza (más bien parece que me he enfadado con él por lo desgreñado que está). Tengo los brazos en cruz y las piernas completamente abiertas. Si Paul Walker me propusiera hacer el amor con él ahora mismo, juro que haría de "estrellita de mar". ¡No puedo ni moverme! ¡Qué calor!
Suena el teléfono. Es mi hermana que me invita a ir de compras. La rechazo. Mi cuerpo ha sido abducido por el sofá. Insiste. Me callo y pienso. Se hace la remolona aprovechando mi momento de debilidad e insiste. Niego de nuevo. Vuelve a insistir. Callo y acepto. Hemos quedado en treinta minutos. Los suficientes para ponerme un vestido fresquito, peinarme como Dios manda y ponerme el eyeliner, el rímel y algo de gloss. ¡Salgo de caza! ¡Temblad tiendas porque salgo de casa con la tarjeta quemando entre mis dedos!
Y ya está. Cuanto más tiempo paso entre las tiendas, más compro y más feliz soy. No importa lo que cuesta ni si podré descambiarlo (en caso de que me arrepienta; cosa que dudo). Ni si quiera importa si tengo con qué combinar la maravillosa falda que me acabo de comprar. El caso es que es mía. ¡Mía! Como el resto de las cosas que han caído al interior de mis bolsas. Y nadie me las podrá quitar jamás.
Me regodeo con la hazaña que llevo a cabo a medida que voy avanzando con paso firme y decidido por todo el centro comercial. Miro a la izquierda, a la derecha. ¡Cualquier tienda me vale! Vale, no. Eurokids y Mothercare no son lo mío. Pero Mango, Zara, Salsa, Blanco, H&M, Stradivarius, Sephora, Kiko,... ¡Dios mío! ¡Estoy en un harén y yo soy el sultán! Puedo hacer lo que quiera con ellas. Simplemente, ¡tengo que enseñar la tarjeta!
Cuando llego a casa, saco todas las cosas que me he comprado, me las vuelvo a probar, resurjo nuevamente de mis cenizas y mi felicidad crece todavía más (si es que eso es posible). ¡Ay, "omá"! ¡Qué feliz soy!
Guardo todo en sus respectivos cajones y armarios. Cuelgo de sus perchas las nuevas prendas que las vestirán y apilo la cosmética en su lugar, junto con la que me compré no hace mucho.
Me vuelvo a tumbar en el sofá, me vuelvo a espatarrar y me dejo invadir por este calor que, aunque sofocante, ahora me parece más ligero.
Sí, señores, la felicidad de una mujer es inversamente proporcional a la cantidad marcada como límite en su tarjeta de crédito. Esto es así y lo sabéis.
Hum... No lo sé... Mi felicidad no es ni proporcional ni inversamente proporcional, jejeje.
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