miércoles, 8 de julio de 2015

Pedir perdón

 
Al pedir perdón, reconocemos que nos hemos equivocado y que sentimos el mal causado debido a ello.
 
Para pedir perdón, por supuesto, es necesario cometer errores. Y éstos se producen porque actuamos.
 
Ya dice el refrán español que "Quien tiene boca se equivoca". Que viene a advertir que todos podemos equivocarnos y, por tanto, podemos emplear este refrán para "disculpar" nuestras equivocaciones.
 
*Contexto: «En el principio fue el verbo, pero ha derivado en una verborrea dependiente de los asesores de imagen, de los sastres y de la luminotecnia. Dijo Montaigne, que si viviera ahora habría que contratarle como consejero de ambos partidos, que la palabra es mitad de quien habla y mitad de quien la escucha. Quien tiene boca se equivoca y quien oye también» (Manuel Alcántara, «Palabras cruzadas», El Correo, 08/11/2011).

 
En este post, iba a hablaros del trato abusivo que reciben los animales o de cómo nos afecta a nosotros tener que entrar a quirófano. Sin embargo, y dados los acontecimientos de los dos últimos meses, voy a hablaros de lo que supone -para una persona como yo- pedir perdón.
 
 
Yo no soy muy dada a pedir perdón. Y ojo, me equivoco, como cualquiera de vosotros. Impulsiva, cabezota y orgullosa, me cuesta agachar la cabeza y reconocer que la he pifiado. ¡Para qué engañarnos! Es algo que me supera.
 
Sin embargo, cuando lo hago, cuando pido perdón, lo hago de todo corazón. Y lo hago porque sé, desde lo más profundo de mi alma, que he hecho daño. Probablemente mucho (no tengo forma de saberlo con exactitud, la verdad. Sólo lo supongo).
 
El perdón
 
En este post quiero diferenciar muy bien el hecho de pedir perdón porque realmente lo sientes y el hecho de pedir perdón para sentirte mejor contigo mismo.
 
En el primer caso, pides perdón porque te pones en el lugar de la otra persona, imaginas cómo se debe sentir y te sientes mal por ella. Esta es una disculpa sincera.
 
En el segundo caso, en cambio, pides perdón porque sabes que has metido la pata y pretendes conciliar el sueño esa noche sin remordimientos de conciencia. La mayor parte de las veces, además, te da igual cómo se siente la otra persona después de tus disculpas. Esta disculpa es una farsa. Una pantomima.
 
Sé que es muy complicado distinguirlas, pues la línea que separa un tipo de perdón del otro es muy fina. Seguramente, y esto es una opinión puramente personal, la única forma de averiguar con quién estás siendo completamente sincero es mirándote a un espejo y analizándote a ti mismo y la situación. No veo otra forma de hacerlo.
 
Yo misma
 
En mi caso en concreto, por ejemplo, única y exclusivamente pido perdón porque realmente lo siento. Y sé que es así porque empatizo tanto con la otra persona que me siento mal por ella, por la situación en la que la he puesto, sea la que sea, y porque imagino qué debe estar sintiendo o cómo debe estar afectándola lo que yo haya hecho y/o dicho.
 
 
Los hechos
 
Y os preguntaréis: "¿a qué viene toda esta retahíla?"
 
Pues bien, hace un par de meses tuve un problema con mi móvil. Concretamente, la pantalla se había despegado del terminal y, como es táctil, poco a poco empezó a dejar de funcionar correctamente.
 
Como fue un regalo, hablé directamente con la persona que me lo regaló que, si hubiese adivinado lo que iba a ocurrir después, probablemente no me hubiese puesto en contacto con la persona a la que se lo compró (hay que ser sinceros).
 
Y ahí empezó la odisea.
 
Esta persona, la vendedora, es muy... relajada en su trabajo. La verdad es que es muy relajada en todos los sentidos, y lo sé porque la conozco de antes.
 
Es la típica persona que no da importancia a las cosas y que confía en que, dejando pasar el tiempo, se solucionarán solas. Eso sí, si el problema es suyo, entonces quiere una respuesta rápida.
 
Pues bien, como decía, esta persona es muy tranquila, muy muy tranquila, así que -pasada una semana- la pregunté cómo iba la cosa. "No sé nada" me dijo, "ten paciencia. Imagino que a finales de esta semana sabré algo".

Por supuesto, nada. No supe nada.

Una semana después y con más tranquilidad que un oso hibernando, la volví a preguntar. "Aún no sé nada" insistió. "En cuanto sepa algo, te digo".


Empecé a impacientarme. Esta chica no me daba respuestas directas y, según le viniera el aire, sus contestaciones iban por la izquierda o por la derecha.

Me sentí confusa, inquieta... y engañada. Empecé a pensar cosas raras y, de ahí, acabé pensando lo peor (tengo demasiada imaginación y el hecho de que alguien no sea claro conmigo me confunde, me irrita y además alimenta mi creatividad).

Unos días después, insistí con los mensajes. Eso sí, en otro tono. Los días se iban sucediendo, ya había pasado casi un mes, y aún no sabía nada. "Voy a preguntar" me dijo.

Diez minutos después, tenía mi móvil.

 
Esta fue mi cara al saberlo (gracias a Dios, ella no pudo verla).

El móvil acabó en mis manos un par de días después. No me fiaba mucho, la verdad. Los sucesos habían sido extraños. Esta chica no fue muy clara conmigo en ningún momento. No sé. Algo me olía mal.

Constatando un par de datos, comprobé que el IMEI del terminal que había recibido y el del original (el mío) no coincidían.

Investigando en internet (¡dilatado Google!), descubrí que el IMEI es como el D.N.I. del móvil, como la matrícula del coche.

Fue entonces cuando pedí explicaciones. Recibí largas. Llamadas. Mensajes. Contestaciones incluso de su novio. Más llamadas. Nuevos mensajes. Hasta que me cansé: pedí soluciones y nadie me las dio. Entonces, exploté.

Impulsiva, cabezota y orgullosa (¿recordáis?), puse una reclamación en la página oficial de la marca.

Doce horas después, si es que llegan a la mitad de un día, recibí un mensaje de un amigo mío en el que me explicaba que, si al móvil le habían cambiado la placa base, es posible que también le cambiaran automáticamente el IMEI (¡toma ya!).


Y volví a poner, por segunda vez en dos días, esta cara.
 
Me metí en el dilatado, excéntrico y ambiguo Google (de nuevo) y descubrí, tras teclear varias palabras y leer en varios foros, que la información que acababa de recibir era total, completa e irrefutablemente cierta (¡menuda cagada!).

Con el corazón a mil y las manos temblorosas, cogí el terminal que había recibido y lo encendí (Sí. Os preguntaréis si no había hecho esto hasta entonces. La respuesta es no. Lo sé. No tiene sentido). Y ahí apareció: mi fondo de pantalla, mis iconos, mis aplicaciones,... ¡Mi móvil!

Me caí de la silla. Eso no podía estar pasándome.

¿Y ella? ¿Cómo se debe estar sintiendo ella? ¡La había enviado a freír espárragos? Literalmente. Allí, donde Cristo perdió la chancla.

¡Madre mía! ¡Madre mía! ¡La que había liado!

Al minuto, estaba enviado un email a la página de la marca explicándoles el error de la reclamación. Añadía una disculpa y, por añadidura, les agradecía su tiempo.

Hoy, ahora, llevo ya un buen rato delante del móvil pensando cómo redactar una disculpa que suene realmente sincera (porque lo es), que pueda satisfacer a esta chica en modo alguno y que, a la vez, pueda rebajar o eliminar el daño causado.

No es fácil, la verdad. Esta chica no me va a coger el teléfono en la vida (de ahí, el mensaje). Y encima, lo que más me duele es que -a pesar de ser tan pausada y flemática- ha resultado ser efectiva.

Yo no tenía razón. Estaba equivocada. Había metido la pata. Y aunque los hechos que se sucedieron hasta que el móvil llegó a mis manos no me convencieron, debo aplaudir a este chica por el trabajo que había hecho.

"Lo siento, de verdad. Y te lo digo con la mano en el corazón".

 

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