miércoles, 5 de agosto de 2015

Quiero ser un hombre

 
Como mujer, ¿nunca has pensado alguna vez en lo sencillo que sería todo para ti si en vez de una mujer fueses un hombre? Yo sí. Y os explicaré el porqué.
 
Para empezar, y poniendo como ejemplo dos cuerpos de medidas estandarizadas, ambos sexos tenemos una anatomía visiblemente diferente. Mientras nosotras tenemos dos frutos -normalmente redondeados- que anticipan la llegada del resto del cuerpo, ellos tienen una figura que -a simple vista- es bastante más agradable.
 
Es bien cierto también que, si la comparativa la realizamos con ambos cuerpos desnudos, brota la comprometida alternativa de elegir entre horizontal o vertical o, lo que es lo mismo, exaltación o suspensión. Terrible la tarea de elegir, ¿cierto?
 
 
Por otro lado, si profundizamos en la contextura de ambas figuras, debemos decir que el cuerpo de la mujer tiene más taras que el de cualquier hombre. Porque si nosotras tenemos el abominable y temido menstruo, ¿qué tienen ellos? ¿Fugas? Y no me refiero a las que produce el agujero mejor guardado del cuerpo humano (que también), sino a la estampida que hacen los hombres cuando perciben, indagan y averiguan que la mujer que está a su lado padece el síndrome de "ni-te-me-acerques-que-no-estoy-para-chanzas". Detestable tara ésta y fantástico recurso el de ellos. Encomiable.
 
 
¿Pujanza? Está claro que a fuerza bruta ganan ellos. ¿Y qué es mejor? ¿La flaqueza de una mujer débil y endeble o la firmeza de un hombre robusto y brioso? Esto es como elegir entre una aburrida tortita de arroz y una deliciosa tarta de tres chocolates cubierta de nata. ¡No hay color! Me quedo con la tarta y punto.
 
 
Aunque es cierto que la imparable caída de pelo en los hombres ha ido acrecentándose (y acelerándose) con el pasar de los años, ¿desde cuándo es más elogiable, o incluso codiciable, un cuerpo que ha de estar en continuo sufrimiento mecánico para mostrarse límpido y raso a los ojos del mundo? Cierto que unas piernas, unas ingles e incluso unos brazos exentos de vello (el labio superior se da por hecho, hombrunas del mundo) son más atractivos que unas extremidades peludas y tupidas (esto aún lo desconocen los gabachos), pero ¿quién quiere pasarse una tarde de cada cuarenta dando culto a los propios miembros que, además de mal agradecidos, son tan ingratos como egoístas? Hablemos con franqueza. Si no tienes pareja ni eres proclive a ella (entiéndase también por "pareja" un escarceo esporádico o casual con cualquier persona del género contrario o similar, indiferente es), ¿para qué narices sufrir un día de cada cuarenta o de cada doscientos, lo mismo da? Tus pelos para ti, que en invierno se agradecen. Los hombres, más listos que nosotras en este sentido, parecen coleccionarlos con devoción. Listos ellos. Pelonas nosotras.
 
 
Evidenciado es, por otro lado, el hecho de que el hombre una de cada tres veces que se mira al espejo es para recrease a sí mismo mientras que la mujer, tres de cada tres de esas veces (strike, pleno, ¡juego!), es para exhibirse en cuerpo y bustos a otra persona que no es sino un desconocido, o demasiado bien conocido, de sus partes más nobles. ¿Ensalzamiento o presunción? Hablando en castellano de los barrios más bajos, ¿chulería o puterío? Chulería, claro, que es más gracioso y agradecido.
 
 
Claras son también las diferencias del saber. Que ellos no por no saber no saben, sino que nos hacen creer que no lo hacen. El hombre es un virtuoso en el arte de desconcierto, el despiste y la turbación. Y es por ello que son artistas de una profesión que, de generación en generación, han ido portando en su sangre. Y nosotras, más tontas que Abundio (para qué engañarnos), si no sabemos no lo hacemos pero no sabemos hacérselo creer. ¿Simples ellos? ¡Simplonas nosotras! Que somos tan crédulas que nos las encajan dobladas y tan necias que repetimos sabiendo pero sin querer ver.
 
 
Aunque en inteligencia es cierto que nosotras destacamos con orgullo, ellos tienen una cualidad de inigualable comparación: la labia. Y con ella y sus miradas estudiadas y disfrazadas, hacen con nosotras lo mismo que con un pelele: lo que les da la gana.
 
 
Así que, si he de elegir entre un género determinado por su anatomía, sus lacras, su pujanza, su libertad pilosa, su "aquí-estoy-yo", su facilidad de desorientar y su inteligencia encubierta, desde luego, yo lo tengo claro: quisiera ser un hombre. Y es por ello y que lo tengo tan claro que los que me conocen lo hacen con el apelativo de "Pilor", que no es tanto un nombre en sí mismo como el símbolo de lo que un día quise y nunca pude llegar a ser.
 
He dicho.
 
 

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