Azúcar refinada, flores, "valentines", llamadas, mensajes, cenas, vino, copas, bailes, besos, abrazos, gemidos... Da igual cómo lo dibujes en tu cabeza, el 14 de Febrero es una celebración tradicional que nos incita a la locura, la habilidad, la unión, el amor y, ¿por qué no decirlo?, al sexo.
¿Has estado enamorado alguna vez? ¿Enamorado de verdad? Yo sí. Dos veces (¡afortunada!).
La primera vez que me enamoré lo hice hasta la médula. Era joven e inocente (demasiado) y creía en el amor a ciegas, en lo inconsciente, el "para siempre", lo categórico, el "nadie nos va a separar jamás" o, como dicen hoy en día, en el "forever and ever".
Ese primer amor era inexperto, inmaduro e ingenuo pero también era sincero y honesto, al cien por cien, y lo di todo. Me dejé llevar como no lo había hecho hasta entonces con nadie ni nada. Con una pasión desenfrenada que, a veces, incluso asustaba. Todo me parecía representativo, digno de atesorar y único como para querer engrandecerlo. Estaba deseosa de aprender e igual que recibía, daba.
Era increíblemente cariñosa (demasiado) pero lo suficientemente madura como para también saber darle su espacio (supongo que la madurez jugaba un papel importante en este sentido). Yo ya trabajaba, y estudiaba, lo que nos dejaba muy poco tiempo libre. Sin embargo, todo el que podíamos, lo disfrutábamos uno en compañía del otro.
Él me enseñó qué significaba "hacer el amor". Y después de enseñarme a hacer el amor, nuestro amor, con una ternura y una paciencia infinitas (el tiempo parecía detenerse sólo para nosotros), me enseñó qué era follar. Yo pensaba que el sexo era increíble, excitante y provocador (que lo era) pero no sabía que también podía ser enloquecedor (tanto). Cuando nuestros cuerpos se unían, yo perdía el sentido. Literalmente. Podía haberme pedido la Luna en ese momento que yo se la hubiera traído con gusto. Estaba poseída; por él y por su cuerpo. Pero, sobre todo, estaba poseída por su amor; un amor tan grande que me hizo creer que explotaría de felicidad. Realmente creí que lo haría.
Y detoné. Cuando me dejó, creí que mi mundo se despedazaba con él. Y estaba convencida de ello, la verdad. Moría por dentro. Me marchitaba. Me costaba dormir, apenas comía, lloraba a todas horas y la ilusión, la felicidad y las ganas de vivir mutaron de la noche a la mañana en un deseo incontenible de flagelarme continuamente, sin parar y sin piedad, ninguna. Pasaron muchos meses (años) hasta que pude recuperarme del todo.
Desde entonces, algo cambió dentro de mí. Todos lo que realmente me conocen me lo han dicho alguna vez. Ya no era ciega ni ingenua ni sencilla. Lo que creía puro e infinito resultó ser opaco y perecedero y ese descubrimiento mató algo dentro de mí. Me convertí en una persona... algo anti social (en cuanto a parejas se refiere, claro). Tenía mis escarceos, por supuesto, e incluso tuve algún que otro novio, pero nada era igual que ese primer amor que me lo enseñó TODO.
No hay una edad específica en la que puedas plantarte y gritar al mundo "ale, ya soy una persona madura. Sé lo que quiero y lo que no de la vida". No funciona así. Eso lo aprendes con lo que vives, lo que ves, lo que digieres con tus experiencias y, si eres avispado e inteligente, con las de las personas que te rodean.
Yo maduré a palos, pero a hostias de verdad. Con bate de beisbol y puñetazo incluido. Fui lo que se dice una "pieza". Y que conste que aprendí de todo lo que me pasaba pero tenía muchas cosas que aprender. Básicamente, yo era de las que se tenía que dar contra la pared repetidas veces. Muchas veces.
Pasó una década hasta que me volví a enamorar. Y lo hice sin darme cuenta, que conste. Estaba escarmentada, dolida y desconfiaba de todos (me refiero a la "raza" masculina), así que no entiendo cómo pudo pasar. Pero pasó.
Este amor fue más inmenso, más completo y más maduro. Me estrujaba el corazón, me zarandeaba, me bloqueaba, me "acojonaba" (porque me acojonaba) y no podía controlarlo de ningún modo (y lo intenté, que conste). Me sentía como si todo mi cuerpo se tambaleara borracho y no pudiera encontrar nada a mano a lo que aferrarme para poder enderezarme y borrar esa incómoda sensación de inestabilidad corporal y emocional. Era una borrachera continua que me mareaba y me asustaba a partes iguales.
"El padre de mis quince hijos" pensé la primera vez que supe que había caído rendida a sus pies (y él sin saberlo, claro. Yo calladita como una muda, que estaba más guapa).
Fue en esta relación donde aprendí que el amor debe caminar en la misma dirección. Que las personas que componen una pareja tienen que tener el mismo rumbo y ayudarse, apoyarse, amarse, reírse, disfrutar, reír, llorar, saltar, jugar, hacer el amor, follar, todo, pero con el mismo destino.
Este amor lo di en pequeñas dosis. Soy una persona que se da por entero, completamente, pero cuando me hacen daño, aprendo. Así que, por miedo a acabar como la primera vez (allá en mis años mozos), lo di todo de mí pero poco a poco; muy poco a poco. Él no se quejó nunca, que conste, pero siempre tuvo que dar el primer paso para todo, para lo que fuera. El primer beso, desnudarnos, hacer el amor, decir "te quiero",... Yo me resistía a ser vulnerable a sus ojos así que, una vez él daba ese primer paso, yo le seguía. A ciegas, eso sí.
Este amor tenía reservas. Ya no era la chica cariñosa que era de niña. Tampoco era la niña inexperta que se dejaba hacer. A mí me gustaba mandar, experimentar, jugar... Y él se dejaba. Acabamos concibiendo una síntesis mutua tan licuada que parecíamos hechos el uno para el otro, pero esta vez de verdad.
¡Qué equivocados estábamos! ¡Qué equivocada estaba!
Con el tiempo, las cosas acabamos haciéndolas solos. Luchar, reír, llorar, disfrutar, salir, hablar... Ya ni si quiera podíamos estar juntos en la misma habitación, así que era una memez continuar con aquello pero, aterrada por volver a pasar por lo mismo que diez años atrás, dejé que él también fuera el que diera el paso. El último paso. Nuestro final.
Por supuesto, también me equivoqué aquí. Como os he dicho antes, las personas maduramos. Y con los años, me endurecí. Así que, aunque el dolor estaba ahí, aprendí a canalizarlo. La decepción de que esta relación no hubiese funcionado era tremenda (descomunal) y las ganas de entender por qué nos habíamos rendido demasiado insistentes, pero tenía tantas cosas por las que luchar que centré todos mis sentidos en eso y apenas dejé espacio para los residuos de ese amor. Empeñada como estaba en no derrumbarme nunca más ("cabezota como yo sola, oiga"), seguí caminando. Esta vez, sin compañía.
Pero el amor es extraño y aparece cuando menos te lo esperas y de las maneras más inverosímiles. Y, aunque es evidente que he cambiado, mi "yo" como persona ha crecido aún más. Ahora soy más real, más auténtica y más "yo" que nunca. Ahora soy más Pilar. Menos roca y más diamante, aunque esto no es tan cierto como parece porque la verdad es que soy más dura que una piedra.
"Fría" me dijeron hace poco, "difícil acercarse a ti". Me quedé boquiabierta cuando me lo confesaron, la verdad. Literalmente. Mi corazón se saltó un latido y me olvidé de respirar. Pero la persona que me lo dijo tenía razón.
¿Tanto había cambiado desde mi juventud? Desde entonces lo estoy pensando...
Si ponía mi vida en un serial de rápidas diapositivas debía reconocer que, en el camino a la madurez, había perdido la necesidad de abrazar a las personas y sentir su calor, la capacidad de arriesgar el todo por el nada, la honestidad conmigo misma, la inocencia e ingenuidad (por supuesto) y el talento de poder mirar a las personas a los ojos y no ser tan transparente ante ellos.
Me gusta que me abracen, sentir el calor que desprenden nuestros cuerpos al unirse e incluso el escalofrío detrás de mi oreja cuando respira detrás de mí (tanto o más que abrazar yo, que conste), pero me aterra soberanamente que puedan leer mi mente a través de mi piel. Es como creer que, a través de sus huellas dactilares, van a poder penetrar en mi cuerpo y saberlo todo de mí. Me siento vulnerable cuando me abrazan y no suelo hacerlo (ni dejarme hacer), pero reconozco que es como una droga de la cual necesito de vez en cuando una dosis. Es difícil de explicar.
¿Arriesgarlo todo por el nada? Bueno, no es complicado de explicar. Cuando has amado, compartido, aprendido, enseñado y te has pegado el batacazo padre (dos veces), lo que menos quieres es volver a sufrir. Posiblemente, los beneficios de volver a arriesgarte son más numerosos que los de cerrar tu corazón con llave y tirar ésta al mar, pero... es arriesgado.
¿Arriesgarse? Sí, claro. Siempre. ¿Preparada? No. ¿Con ganas? Por supuesto. Hace poco las tuve (muchas) y me acojoné (para qué voy a mentir). Me sentí como si me hubiese puesto un traje de piel tres tallas más pequeña que yo y mis pulmones fueran a explotar de un momento a otro. Empecé a asfixiarme. Me ahogaba en mis propias sensaciones y, a pesar de que en más de una ocasión estuve a punto de marcarme un órdago, finalmente no pude hacerlo. Salí corriendo. Literalmente.
¿Cobarde? Sí, pero quizás no era el momento.
¿Sincera? Siempre. Sé lo que quiero y con quién. Lo que no tengo claro es el cuándo ni el cómo. Tampoco tengo claro si la otra parte correspondería ni hasta dónde quiero llegar yo.
Es más sencillo. Cuando estás hablando con una persona del tema que sea (incluso de botánica) y estás pensando "Madre mía, qué ojos tienes. Y cómo me mira. Sus manos... Bueno, no son lo que se dicen perfectas pero son las manos de un hombre, un hombre que ha trabajado con ellas. Me gusta. Me gusta su pelo, tan perfecto y peinado. Tan... quieto. Parece una postizo con tres kilos de laca pero no, es suyo. ¿Qué esconderá debajo de...? ¡Le odio! ¡Qué mal me cae!". ¿Lo entendéis?
Me he negado a mí misma sentir algo más allá de una amistad sincera y abierta y, cuando me dejo llevar por mis propias emociones (que son muchas), me reprendo.
¿Sincera? Sí. ¿Honesta? No, porque no soy coherente con lo que siento. Siento y evito, y es un error. Pero ahora mismo no puedo evitarlo. Quizás, en otro tiempo, otra galaxia, otro universo paralelo...
Es obsesivo, lo sé. Pero es real. Una mirada vale más que mil palabras (esta frase es tremendamente importante en mi vida. Es una de las razones por las cuales me tatué la espalda; no os digo nada).
Los ojos son el espejo del alma (dice otra). Se puede leer a través de ellos. Detectar. Saber. Conocer. Y me aterra. Tengo cierta facilidad para ver a través de los ojos de las personas y como el ladrón piensa que todos son de su condición... Pues eso, que no miro a los ojos ni al tato.
Me da auténtico pavor hacerlo. En la típica conversación en la que lo confieso (no me da miedo decirlo), me suelen salir con... "a ver, mírame". Sí, vale, te miro. ¿Y ahora qué?
Me desconcierta, me vulnera y me deja expuesta. Y no me gusta la sensación. Me siento desnuda ante la persona que tengo delante y, por supuesto, nadie se desnuda ante cualquier persona (bueno, las prostitutas, quizás). No me siento cómoda con la situación y el miedo a que esa persona "haga" algo y yo no pueda "impedirlo", de verdad que me supera. Tiemblo solo con imaginarlo.
Así que... sí. He perdido la capacidad de abrazar a las personas, arriesgar el todo por el nada, la honestidad conmigo misma y el poder mirar a los ojos a las personas.
Excepto eso, soy yo.
Si tú aún estás deseoso de conocer, hablar, sonreír, mirar, arriesgar, abrazar, besar, morder, gemir, follar y todo lo que acabe en "ar", "er" e "ir"... ¡Adelante! Porque al 14 de Febrero, al día de San Valentín, se le conoce por eso: por sentir, disfrutar y reír. Por celebrar.
Leyenda
Muchos piensan que san Valentín se celebra desde hace poco tiempo y que surgió por el interés de los grandes centros comerciales, pero su origen se remonta a la época del Imperio Romano.
San Valentín era un sacerdote que, hacia el siglo III, ejercía en Roma. Gobernaba el emperador Claudio II, quien decidió prohibir la celebración de matrimonios para los jóvenes, porque en su opinión los solteros sin familia eran mejores soldados, ya que tenían menos ataduras.
El sacerdote consideró que el decreto era injusto y desafió al emperador. Celebraba en secreto matrimonios para jóvenes enamorados (de ahí se ha popularizado que San Valentín sea el patrón de los enamorados). El emperador Claudio II se enteró y como san Valentín gozaba de un gran prestigio en Roma, el emperador lo llamó al palacio. San Valentín aprovechó aquella ocasión para hacer proselitismo del cristianismo. Aunque en un principio Claudio II mostró interés, el ejército y el gobernador de Roma, llamado Calpurnio, lo persuadieron para quitárselo de la cabeza.
El emperador Claudio dio entonces orden de que encarcelasen a Valentín. Entonces, el oficial Asterius, encargado de encarcelarlo, quiso ridiculizar y poner a prueba a Valentín. Lo retó a que devolviese la vista a una hija suya, llamada Julia, que nació ciega. Valentín aceptó y, en nombre del Señor, le devolvió la vista.
Este hecho convulsionó a Asterius y su familia, quienes se convirtieron al cristianismo. De todas formas, Valentín siguió preso y el débil emperador Claudio finalmente ordenó que lo martirizaran y ejecutaran el 14 de febrero del año 270. La joven Julia, agradecida al santo, plantó un almendro de flores rosadas junto a su tumba. De ahí que el almendro sea símbolo de amor y amistad duraderos.
Era increíblemente cariñosa (demasiado) pero lo suficientemente madura como para también saber darle su espacio (supongo que la madurez jugaba un papel importante en este sentido). Yo ya trabajaba, y estudiaba, lo que nos dejaba muy poco tiempo libre. Sin embargo, todo el que podíamos, lo disfrutábamos uno en compañía del otro.
Él me enseñó qué significaba "hacer el amor". Y después de enseñarme a hacer el amor, nuestro amor, con una ternura y una paciencia infinitas (el tiempo parecía detenerse sólo para nosotros), me enseñó qué era follar. Yo pensaba que el sexo era increíble, excitante y provocador (que lo era) pero no sabía que también podía ser enloquecedor (tanto). Cuando nuestros cuerpos se unían, yo perdía el sentido. Literalmente. Podía haberme pedido la Luna en ese momento que yo se la hubiera traído con gusto. Estaba poseída; por él y por su cuerpo. Pero, sobre todo, estaba poseída por su amor; un amor tan grande que me hizo creer que explotaría de felicidad. Realmente creí que lo haría.
Y detoné. Cuando me dejó, creí que mi mundo se despedazaba con él. Y estaba convencida de ello, la verdad. Moría por dentro. Me marchitaba. Me costaba dormir, apenas comía, lloraba a todas horas y la ilusión, la felicidad y las ganas de vivir mutaron de la noche a la mañana en un deseo incontenible de flagelarme continuamente, sin parar y sin piedad, ninguna. Pasaron muchos meses (años) hasta que pude recuperarme del todo.
Desde entonces, algo cambió dentro de mí. Todos lo que realmente me conocen me lo han dicho alguna vez. Ya no era ciega ni ingenua ni sencilla. Lo que creía puro e infinito resultó ser opaco y perecedero y ese descubrimiento mató algo dentro de mí. Me convertí en una persona... algo anti social (en cuanto a parejas se refiere, claro). Tenía mis escarceos, por supuesto, e incluso tuve algún que otro novio, pero nada era igual que ese primer amor que me lo enseñó TODO.
No hay una edad específica en la que puedas plantarte y gritar al mundo "ale, ya soy una persona madura. Sé lo que quiero y lo que no de la vida". No funciona así. Eso lo aprendes con lo que vives, lo que ves, lo que digieres con tus experiencias y, si eres avispado e inteligente, con las de las personas que te rodean.
Yo maduré a palos, pero a hostias de verdad. Con bate de beisbol y puñetazo incluido. Fui lo que se dice una "pieza". Y que conste que aprendí de todo lo que me pasaba pero tenía muchas cosas que aprender. Básicamente, yo era de las que se tenía que dar contra la pared repetidas veces. Muchas veces.
Pasó una década hasta que me volví a enamorar. Y lo hice sin darme cuenta, que conste. Estaba escarmentada, dolida y desconfiaba de todos (me refiero a la "raza" masculina), así que no entiendo cómo pudo pasar. Pero pasó.
Este amor fue más inmenso, más completo y más maduro. Me estrujaba el corazón, me zarandeaba, me bloqueaba, me "acojonaba" (porque me acojonaba) y no podía controlarlo de ningún modo (y lo intenté, que conste). Me sentía como si todo mi cuerpo se tambaleara borracho y no pudiera encontrar nada a mano a lo que aferrarme para poder enderezarme y borrar esa incómoda sensación de inestabilidad corporal y emocional. Era una borrachera continua que me mareaba y me asustaba a partes iguales.
"El padre de mis quince hijos" pensé la primera vez que supe que había caído rendida a sus pies (y él sin saberlo, claro. Yo calladita como una muda, que estaba más guapa).
Fue en esta relación donde aprendí que el amor debe caminar en la misma dirección. Que las personas que componen una pareja tienen que tener el mismo rumbo y ayudarse, apoyarse, amarse, reírse, disfrutar, reír, llorar, saltar, jugar, hacer el amor, follar, todo, pero con el mismo destino.
Este amor lo di en pequeñas dosis. Soy una persona que se da por entero, completamente, pero cuando me hacen daño, aprendo. Así que, por miedo a acabar como la primera vez (allá en mis años mozos), lo di todo de mí pero poco a poco; muy poco a poco. Él no se quejó nunca, que conste, pero siempre tuvo que dar el primer paso para todo, para lo que fuera. El primer beso, desnudarnos, hacer el amor, decir "te quiero",... Yo me resistía a ser vulnerable a sus ojos así que, una vez él daba ese primer paso, yo le seguía. A ciegas, eso sí.
Este amor tenía reservas. Ya no era la chica cariñosa que era de niña. Tampoco era la niña inexperta que se dejaba hacer. A mí me gustaba mandar, experimentar, jugar... Y él se dejaba. Acabamos concibiendo una síntesis mutua tan licuada que parecíamos hechos el uno para el otro, pero esta vez de verdad.
¡Qué equivocados estábamos! ¡Qué equivocada estaba!
Con el tiempo, las cosas acabamos haciéndolas solos. Luchar, reír, llorar, disfrutar, salir, hablar... Ya ni si quiera podíamos estar juntos en la misma habitación, así que era una memez continuar con aquello pero, aterrada por volver a pasar por lo mismo que diez años atrás, dejé que él también fuera el que diera el paso. El último paso. Nuestro final.
Por supuesto, también me equivoqué aquí. Como os he dicho antes, las personas maduramos. Y con los años, me endurecí. Así que, aunque el dolor estaba ahí, aprendí a canalizarlo. La decepción de que esta relación no hubiese funcionado era tremenda (descomunal) y las ganas de entender por qué nos habíamos rendido demasiado insistentes, pero tenía tantas cosas por las que luchar que centré todos mis sentidos en eso y apenas dejé espacio para los residuos de ese amor. Empeñada como estaba en no derrumbarme nunca más ("cabezota como yo sola, oiga"), seguí caminando. Esta vez, sin compañía.
Pero el amor es extraño y aparece cuando menos te lo esperas y de las maneras más inverosímiles. Y, aunque es evidente que he cambiado, mi "yo" como persona ha crecido aún más. Ahora soy más real, más auténtica y más "yo" que nunca. Ahora soy más Pilar. Menos roca y más diamante, aunque esto no es tan cierto como parece porque la verdad es que soy más dura que una piedra.
"Fría" me dijeron hace poco, "difícil acercarse a ti". Me quedé boquiabierta cuando me lo confesaron, la verdad. Literalmente. Mi corazón se saltó un latido y me olvidé de respirar. Pero la persona que me lo dijo tenía razón.
¿Tanto había cambiado desde mi juventud? Desde entonces lo estoy pensando...
Si ponía mi vida en un serial de rápidas diapositivas debía reconocer que, en el camino a la madurez, había perdido la necesidad de abrazar a las personas y sentir su calor, la capacidad de arriesgar el todo por el nada, la honestidad conmigo misma, la inocencia e ingenuidad (por supuesto) y el talento de poder mirar a las personas a los ojos y no ser tan transparente ante ellos.
Me gusta que me abracen, sentir el calor que desprenden nuestros cuerpos al unirse e incluso el escalofrío detrás de mi oreja cuando respira detrás de mí (tanto o más que abrazar yo, que conste), pero me aterra soberanamente que puedan leer mi mente a través de mi piel. Es como creer que, a través de sus huellas dactilares, van a poder penetrar en mi cuerpo y saberlo todo de mí. Me siento vulnerable cuando me abrazan y no suelo hacerlo (ni dejarme hacer), pero reconozco que es como una droga de la cual necesito de vez en cuando una dosis. Es difícil de explicar.
¿Arriesgarlo todo por el nada? Bueno, no es complicado de explicar. Cuando has amado, compartido, aprendido, enseñado y te has pegado el batacazo padre (dos veces), lo que menos quieres es volver a sufrir. Posiblemente, los beneficios de volver a arriesgarte son más numerosos que los de cerrar tu corazón con llave y tirar ésta al mar, pero... es arriesgado.
¿Arriesgarse? Sí, claro. Siempre. ¿Preparada? No. ¿Con ganas? Por supuesto. Hace poco las tuve (muchas) y me acojoné (para qué voy a mentir). Me sentí como si me hubiese puesto un traje de piel tres tallas más pequeña que yo y mis pulmones fueran a explotar de un momento a otro. Empecé a asfixiarme. Me ahogaba en mis propias sensaciones y, a pesar de que en más de una ocasión estuve a punto de marcarme un órdago, finalmente no pude hacerlo. Salí corriendo. Literalmente.
¿Cobarde? Sí, pero quizás no era el momento.
¿Sincera? Siempre. Sé lo que quiero y con quién. Lo que no tengo claro es el cuándo ni el cómo. Tampoco tengo claro si la otra parte correspondería ni hasta dónde quiero llegar yo.
Es más sencillo. Cuando estás hablando con una persona del tema que sea (incluso de botánica) y estás pensando "Madre mía, qué ojos tienes. Y cómo me mira. Sus manos... Bueno, no son lo que se dicen perfectas pero son las manos de un hombre, un hombre que ha trabajado con ellas. Me gusta. Me gusta su pelo, tan perfecto y peinado. Tan... quieto. Parece una postizo con tres kilos de laca pero no, es suyo. ¿Qué esconderá debajo de...? ¡Le odio! ¡Qué mal me cae!". ¿Lo entendéis?
Me he negado a mí misma sentir algo más allá de una amistad sincera y abierta y, cuando me dejo llevar por mis propias emociones (que son muchas), me reprendo.
¿Sincera? Sí. ¿Honesta? No, porque no soy coherente con lo que siento. Siento y evito, y es un error. Pero ahora mismo no puedo evitarlo. Quizás, en otro tiempo, otra galaxia, otro universo paralelo...
Es obsesivo, lo sé. Pero es real. Una mirada vale más que mil palabras (esta frase es tremendamente importante en mi vida. Es una de las razones por las cuales me tatué la espalda; no os digo nada).
Los ojos son el espejo del alma (dice otra). Se puede leer a través de ellos. Detectar. Saber. Conocer. Y me aterra. Tengo cierta facilidad para ver a través de los ojos de las personas y como el ladrón piensa que todos son de su condición... Pues eso, que no miro a los ojos ni al tato.
Me da auténtico pavor hacerlo. En la típica conversación en la que lo confieso (no me da miedo decirlo), me suelen salir con... "a ver, mírame". Sí, vale, te miro. ¿Y ahora qué?
Me desconcierta, me vulnera y me deja expuesta. Y no me gusta la sensación. Me siento desnuda ante la persona que tengo delante y, por supuesto, nadie se desnuda ante cualquier persona (bueno, las prostitutas, quizás). No me siento cómoda con la situación y el miedo a que esa persona "haga" algo y yo no pueda "impedirlo", de verdad que me supera. Tiemblo solo con imaginarlo.
Así que... sí. He perdido la capacidad de abrazar a las personas, arriesgar el todo por el nada, la honestidad conmigo misma y el poder mirar a los ojos a las personas.
Excepto eso, soy yo.
Si tú aún estás deseoso de conocer, hablar, sonreír, mirar, arriesgar, abrazar, besar, morder, gemir, follar y todo lo que acabe en "ar", "er" e "ir"... ¡Adelante! Porque al 14 de Febrero, al día de San Valentín, se le conoce por eso: por sentir, disfrutar y reír. Por celebrar.
Leyenda
Muchos piensan que san Valentín se celebra desde hace poco tiempo y que surgió por el interés de los grandes centros comerciales, pero su origen se remonta a la época del Imperio Romano.
San Valentín era un sacerdote que, hacia el siglo III, ejercía en Roma. Gobernaba el emperador Claudio II, quien decidió prohibir la celebración de matrimonios para los jóvenes, porque en su opinión los solteros sin familia eran mejores soldados, ya que tenían menos ataduras.
El sacerdote consideró que el decreto era injusto y desafió al emperador. Celebraba en secreto matrimonios para jóvenes enamorados (de ahí se ha popularizado que San Valentín sea el patrón de los enamorados). El emperador Claudio II se enteró y como san Valentín gozaba de un gran prestigio en Roma, el emperador lo llamó al palacio. San Valentín aprovechó aquella ocasión para hacer proselitismo del cristianismo. Aunque en un principio Claudio II mostró interés, el ejército y el gobernador de Roma, llamado Calpurnio, lo persuadieron para quitárselo de la cabeza.
El emperador Claudio dio entonces orden de que encarcelasen a Valentín. Entonces, el oficial Asterius, encargado de encarcelarlo, quiso ridiculizar y poner a prueba a Valentín. Lo retó a que devolviese la vista a una hija suya, llamada Julia, que nació ciega. Valentín aceptó y, en nombre del Señor, le devolvió la vista.
Este hecho convulsionó a Asterius y su familia, quienes se convirtieron al cristianismo. De todas formas, Valentín siguió preso y el débil emperador Claudio finalmente ordenó que lo martirizaran y ejecutaran el 14 de febrero del año 270. La joven Julia, agradecida al santo, plantó un almendro de flores rosadas junto a su tumba. De ahí que el almendro sea símbolo de amor y amistad duraderos.
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