domingo, 1 de noviembre de 2015

Decir adiós a tu empresa con uñas rojas

 
Según la R.A.E., el significado de "empresa" es:
 
empresa

Del it. impresa.
1. f. Acción o tarea que entraña dificultad y cuya ejecución requiere decisión y esfuerzo. 
2. f. Unidad de organización dedicada a actividades industriales, mercantiles o de prestación de servicios con fines lucrativos. 
3. f. Lugar en que una empresa realiza sus actividades. 
4. f. Intento o designio de hacer algo.
5. f. Símbolo o figura que alude a lo que se intenta conseguir o denota alguna prenda de la que se hace alarde, acompañada frecuentemente de una palabra o mote. 
 
 
En teoría, puede que ese esa el significado más acertado pero, en la práctica, estoy convencida de que no es así. La definición de "empresa" conlleva muchas más apreciaciones y, normalmente, todas (o casi todas) rezuman por las venas de su propio fundador (al menos, así debería ser).
 
 
Cuando empecé a pertenecer a la plantilla de la Empresa para la que actualmente trabajo (colofón que a día de hoy está anunciado), me informé todo lo que pude del fin que ésta desempeñaba; del bien (o el mal) que aportaba a la sociedad; de las funciones que realizaba; sus objetivos pequeños y grandes (los inconfesables no podía averiguarlos a través del Sr. Google, debía descubrirlos por mí misma); sus empleados actuales y pasados (al menos, lo que pude encontrar);... En fin, todo (todo lo que me dejaron y pude). 
 
Os preguntaréis por qué os estoy hablando de esto y dónde encajan las uñas rojas en tamaña parrafada. Tranquilos. Todo vendrá a su debido tiempo.  
 
Como decía, la Empresa a la que hoy pertenezco, me atraía. ¡Ojo! Digo "pertenezco" y no "formo parte de". Insisto en esto porque las connotaciones son importantes.
 
¿Por dónde iba? ¡Ah, sí! La Empresa. Pues eso, me interesaba. Para ser realmente francos, más bien me seducía el reto que me propusieron.
 
La entrevista fue un tanto peculiar; un vis a vis caluroso y cercano que me dio demasiada información en cosas vanas y poca o escasa en las importantes. Esto lo supe después, cuando llegué a casa. Estaba tan emocionada por el hecho de volver a trabajar con lo que me gustaba que, en un lapsus injustificado de mi imaginación, dejé de escuchar para oír; de interpretar realmente lo que se me decía.
 
 
Un par de horas después, en el refugio de mi hogar (entre mis cosas), los detalles banales que me confesaron empezaron a ser importantes y al revés, los importantes perdieron magnitud. Debí comprenderlo entonces. Sin embargo, no supe descifrarlo bien. Quizás la emoción todavía me embargaba y no pensaba con claridad. O puede que la excitación me sobrecogiera para bloquearme por completo. El caso es que, cuando lo descubrí, llevaba tres meses trabajando (día arriba, día abajo) y no había vuelta atrás.
 
Cuando en una entrevista de trabajo te hablan del brebaje imbebible que sale de la máquina del café o del horripilante peinado que tiene la secretaria del jefe (no quiero decir que a mí se me hablara de esto; es un mero ejemplo), algo falla. ¡No tiene sentido! Para ser correcto, deberían hablarte de tu jornada laboral, tus tiempos de comida y, por supuesto, tu sueldo. Todo lo demás carece de sentido a menos, claro, que la secretaria de tu jefe sea su mujer y quieran saber tu opinión peluda o que el brebaje del que todos se quejan sea el elixir de la juventud. En caso contrario, esa información sobra.
 
Sí, sí, ya explico lo de las uñas rojas. Un poquito de paciencia, por favor.
 
Ehmm... Como decía, fue aproximadamente a los tres meses cuando descubrí los engranajes de esta Empresa: su funcionamiento, el mecanismo de acoplamiento, las articulaciones más débiles, las más fuertes, qué engrasar con más frecuencia, qué no tocar,... En fin, el libro de instrucciones de todo el dispositivo. Os confieso que el desciframiento fue un tremendo batacazo para mí.
 
Creí, ingenuamente, que se me daba la oportunidad de pertenecer a una Empresa solvente con un gran futuro que iba creciendo a pasos agigantados y sin embargo, con el tiempo, descubrí que lo único que se me dio fue la oportunidad de pertenecer a ella.
 
 
Las empresas son negocios complicados con numerosas ramificaciones que hay que saber distinguir (primero) y entrelazar (después) con muchísima destreza. Todas las ramificaciones son importantes y todas han de ajustarse entre sí. La pericia juega un papel muy importante. Quizás, la suerte también (seguramente sea así).
 
Para ser más certeros, debería decir que las empresas no sólo están constituidas por engranajes, tuercas y tornillos, sino también por personas. ¡Personas! Sí, una empresa es una industria con objetivos que cumplir pero sin las personas que forman parte de ella, básicamente, no es nada. No existiría.
 
Yo me he sentido un poco así. Pertenecía a ese circuito que todos los días funcionaba durante ocho, nueve o diez horas, pero no formaba parte de él. Mi sitio era el acople cuatro de entre veinte acoples distintos y no se me permitía moverme de allí (hoy tampoco).
 
Ahora vienen las uñas...
 
Para poneros un ejemplo claro que entenderéis sin dudar:
 
Cada uno de nosotros somos un color; un tono que yo me he atrevido a canalizar en las uñas, del mismo modo que las huellas dactilares están impresas en nuestros dedos; un pigmento propio e irrepetible.
 
Por separado, nuestra tonalidad es bonita, singular y característica. Si juntamos coloraciones similares, el resultado será plano y homogéneo. Aburrido.
 
Pero, en cambio, si nos atrevemos a mezclar tintes, obtendremos gamas extraordinarias y de impresionante viveza. Los matices serán numerosos y, por tanto, las posibilidades inagotables, infinitas, descomunales... ¡Asombrosas!
 
 
Yo me identifico por el color rojo. Rojo pasión, rojo fuego, rojo sangre. Rojo atracción, fuerza, vida, valentía y vigor. Rojo universal.
 
Cuando hace unos días me acerqué a mi jefe para entregarle mi carta de dimisión (metafóricamente hablando, claro. Sólo le comuniqué mi decisión de marcharme), me sentí como si, durante todos estos meses, la empresa hubiese absorbido poco a poco mi fuego, mi vida y mi vigor. Mi universo se redujo a una mesa de metro y medio y a dos pantallas de ordenador. Desolador.
 
En un principio creí, me convencí, de que en el interior de aquella máquina me mezclaría con azules, amarillos, naranjas e incluso morados. Supuse que inventaría, junto con otros, nuevos colores, nuevas gamas. Incluso imaginé en la posibilidad de matices entremezclados, enrevesados y revueltos. No fue así. Nada fue así. Ni si quiera se acercó remotamente.
 
 
Como yo era rojo, mi destino estaba con los cálidos. Rojo claro o rojo oscuro pero rojo. Ni si quiera naranja. Rojo.
 
Se me presentaba un futuro desesperanzador, totalmente despoblado de oportunidades. Yo no formaba parte de la Empresa, únicamente pertenecía a ella. Eso me llevó a actuar.
 
Al tercer mes exactamente (justo un par de días antes de mi completa revelación) tuve una oportunidad de marcharme. La deseché. Me parecía lo justo después de todo. La Empresa me había acogido en su seno y la necesidad de querer formar parte de ella aún era firme. Diez días después, quizás doce o trece, tuve una nueva oportunidad. También la deseché. Las ofertas eran tentadoras pero yo quería ser fiel. ¡Siempre lo había sido! ¡Jamás había traicionado a nadie! Además, había tantos colores allí... Era tan... ¡cautivador!
 
Dicen que a la tercera va la vencida. ¡Qué cierto! Así fue. A la tercera oportunidad, decidí marcharme. Los lazos que me ataban a esa Empresa se habían deshilachado y los colores que tanto me fascinaban se desplazaban en hilera como hormigas hipnotizadas, ignorándome. Jamás tendría la oportunidad que buscaba allí. Nunca evolucionaría. No tendría ocasión. Aquello era el fin.
 
Los colores estaban tan diferenciados que ni existía la posibilidad de que fuera de otra manera. Las empresas deberían tener en cuenta esto. Los colores cuentan. Las personas también.
 
Por cierto, el día que le dije a mi jefe que me marchaba, tenía las uñas de los pies pintadas de rojo. No sé si para infundirme un poco de ánimo o por pura sublevación. Funcionaron. Ambas cosas.
 
 

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