"Eres afortunada" me repiten constantemente, "no deberías quejarte tanto". Y no puedo evitar mirarles con los ojos fuera de su órbita natural y con la mandíbula en los pies.
¿Afortunada?, me pregunto. Sí, sí, está claro que tengo un techo donde dormir que, a pesar de no ser mío, a todas luces ya lo he pagado. Y también está claro que estoy capacitada para llevarme todos los días al menos un bocadillo de mortadela a la barriga. Sin embargo, no se refieren a ese tipo de fortunios las personas que me taladran la cabeza con esa frasecita hecha sino a la suerte que tengo, al parecer, de gozar de buena salud y de tener a gente que me quiere a mi lado.
Sí, está claro que soy afortunada. He invertido doce años de mi vida en trabajar en una empresa a la que he dedicado mi tiempo y, en ocasiones, mi salud. Una empresa que no ha apostado por mí en los momentos de crisis y que, sin miramientos, me escribió la carta de despido sin más. Sin ningún tipo de "te echaremos de menos" o "lo que tú has hecho por la empresa, pocos lo harían" o "gracias por los servicios prestados". Ni si quiera he recibido la típica llamadita del después preguntándome qué tal me iba.
Sin embargo, debería sentirme afortunada (al menos, eso dicen) pues, el hecho de verme forzosamente inscrita en el paro, como tantos otros, abrió la veta a lo que realmente había querido dedicarme desde que tengo memoria: opositar, un sueño reprimido durante años. Y, claro, debería sentirme afortunada cuando, después de tres años, duros entrenamientos, largas horas de estudios y contratos de trabajo temporal para poder mantenerme a mí y mi casa (en realidad, del banco), no leo APTA en los resultados finales. Pero no, "mujer, siéntete afortunada porque, si no has aprobado hasta ahora, otro año lo harás y mejor, con mejores notas". Y por ello debería sentirme afortunada; claro, más aún.
Pero ahí no queda la cosa. Después de estar pagando durante siete años una hipoteca desorbitante por una casa de sesenta metros cuadrados que a día de hoy no vale ni la mitad y después de invertir en ella mi vida y hasta mis ahorros que había atesorado con mucho esfuerzo (os recuerdo que me había quedado en paro), me entero de que seguramente pierda mi casa y todo lo que he invertido en ella. Pero debería sentirme afortunada porque, a pesar de que -además- me he visto forzada a mal vender la moto y el coche para costear gastos, aún tengo salud y gente que me quiere a mi lado.
Y debería sentirme afortunada por ello, claro. Y más aún por tener un ex que, por cierto, no tiene ni medio dedo de frente y que actúa según los vientos de Tarifa, es decir, como le viene. Y por su culpa, el banco se niega a negociar conmigo (él está registrado como propietario del 50% de la vivienda y como prestatario solidario del préstamo hipotecario). Mi ex, os pongo en conocimiento, no ha pagado ni un euro de la hipoteca en estos siete años, así como ningún otro gasto derivado de la casa. Ni interés tiene. ¡Pero debería sentirme afortunada! ¡Claro!, porque me ha enseñado una lección importantísima: no fiarte ni del mismísimo hijo de Satanás (y no quiero señalar). Finiquita nuestra relación, me denuncia sin fundamento, no hace frente a su parte de gastos de la casa, se niega a darme las pocas cosas que heredé de mi madre y que él guardaba en el garaje de su padre (niega incluso tenerlas; hay que tener mala baba),... pero yo debería sentirme afortunada porque, lo que me ha hecho, me ha hecho más mujer, más madura. ¿¿¡¡!!?? ¿Estamos locos o qué? En mi pueblo, a eso se le llama "putada", ¡y de las gordas!
Y encima insisten y me repiten que debería sentirme afortunada porque todavía gozo de salud y de gente que me quiere. Bla, bla, bla. ¿Salud? Sí, claro, díselo al mioma de diez centímetros que tengo en el útero y que me tiene muerta de miedo. Díselo a él que parece que se alimenta de mis penas, mis infortunios y mis desventuras, y no para de crecer nunca. Joder, que parece hecho de mis desgracias y se hace más fuerte cuanto más duro es el golpe que me llevo. Que a veces me dan ganas de reírme, aunque sea tontamente, sólo para comprobar si encoge.
Pero, claro, todavía me queda la gente que me quiere. Y debería sentirme afortunada por ello, ¿no? Total, si el día de mañana tengo hambre, me los como. Y si me quedo sin casa, me acoplo en las suyas. Por turnos, eso sí, que no conviene abusar.
(Silencio incómodo) Confieso que mi talante inclinado a ver el lado positivo de las cosas está en pleno declive y que los payasetes que desayunaba todas las mañanas para tomarme las cosas con más humor se me están agotando en la despensa. Sin embargo, reconozco que sí, soy afortunada. ¡Y soy así de tonta! Sin trabajo estable, prácticamente sin casa, sin ahorros, un ex sin cerebro, con una salud tambaleante,... pero con gente a mi lado que realmente me quiere, me apoya y daría la vida por mí. Y soy afortunada porque, a pesar de que mis fuerzas últimamente flaqueen más de lo habitual, les tengo a ellos, sus sonrisas, sus besos, sus abrazos, sus orejas para escucharme y sus hombros para llorar. Y no los cambiaría por nada, ni si quiera por un boleto premiado de los Euromillones. Bueno, quizás a alguno de ellos sí, pero no diré a quién.
P.D: Este post ha sido redactado únicamente como desahogo personal y para alimento de mi malherido ego. Si alguno se ha sentido identificado personalmente con alguna de las partes, lo siento, no era mi intención. ¿O sí? ¡Qué narices! ¡No me obliguéis a decir nombres!
No hay comentarios:
Publicar un comentario