jueves, 24 de julio de 2014

Crímenes imperfectos

 
Rastrear lo llevo en la sangre. Desde niña, jugaba con mis amigos a investigar crímenes que o bien no existían o bien imaginaba con mucho fervor. Lupa en mano (o similar) inspeccionaba el suelo, las paredes, el techo,... buscando pistas que nunca encontraba o que yo misma dejaba.
Sintiéndome una auténtica criminóloga, les mandaba hacer incoherencias con voz más grave de lo habitual y con el ceño fruncido, que había aprendido -a base de zapatillazo- que eso siempre funcionaba para meter miedo e imponer la ley. Ellos, mis amigos, obedecían sin rechistar. ¡Qué no se atrevieran!
 
Así pues, siendo adulta, hago lo mismo. Cierto que no coloco pistas falsas y que no investigo crímenes que no existen (al menos, eso creo), pero sí uso a menudo esa mirada de te-estoy-vigilando-y-tú-lo-sabes que hace que la gente me mire con extrañeza, e incluso miedo.
 
 
Estudio todo lo que me rodea con tozudez, obsesionada por resolver un puzzle que -en teoría- no hay que componer. Y es que tengo un sentido de la justicia muy firme, y no quiero (no puedo) relajarme. No vaya a ser que justamente, en ese instante, ocurra algo y yo no pueda salvar al mundo de todo el mal que le acecha.
 
Hay programas de televisión que resuelven crímenes gracias a pequeños deslices de sus autores. También hay series en las que, gracias a una cáscara de pipa que, casualmente se encontraba en la escena del crimen, han averiguado la edad, el sexo, el color de pelo y hasta cómo vestía el asesino. ¡Y sin llevar la cáscara de pipa a laboratorio! Me fascina.
 
 
Esta mañana he visto un programa de esos. El asesino era el cartero (típico). Dejaba las cartas puerta a puerta y, si le habrían vestidas con albornoz, se desataba su furia (vete tú a saber por qué) y le entraban unas ganas imperiosas de matar a navajazo vivo. Lo curioso es lo que decía la madre de la muchacha asesinada: "No creo que fuese mala persona. Simplemente, no podía ver a mujeres en albornoz". Claro, señora, lo apunto en mi agenda de Cosas-que-no-debo-olvidar-nunca: no abrir la puerta, nunca, nunca, en albornoz. Por si acaso.  
 
Y es que estos programas son más surrealistas de lo que yo inventaba de niña. Vale, sí, una vez culpé a un niño de mi colegio de matar a los gatos que vivían en el edificio de al lado (gatos que, por cierto, no existían). Y lo culpé porque me encontré con una piedra de color rojizo, con la que yo aseguraba haberle visto jugar. ¡Pero era sólo una niña! Cosas de niños, dicen.
 
 
¿Pero en la tele? ¿En la tele? ¡Nos engañan! Nos hacen creer que si bebes una Coca-Cola del McDonalds y dejas el baso por ahí, te van a investigar y van a averiguar dónde vives, qué notas sacabas en el instituto y hasta que calzado llevabas puesto ese día. Eso sí, como la ciencia no es exacta, si tu perro hace caca y no la recoges, no tienen forma humana de averiguar quién es el dueño del chucho.
 
Y es que, como he dicho, la ciencia no es exacta. Y yo tampoco, claro. O eso creen algunos.
 

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