viernes, 4 de julio de 2014

¿Es posible el amor de los 15 a los 40?

 
En mis tiempos (ja, ja, ja, me encanta decir esa frase), una se enamoraba pasados los dieciocho años. Las más aventajadas (pocas, o al menos en mi círculo) solían hacerlo con quince años o incluso antes (o de eso presumían las descaradas). Sea como fuere, cualquiera de esos amores, los 15 o los 18, eran tremendamente difíciles de describir. Simplemente, ¡zas!, ocurrían... y te volvían completamente lunática e irracional.

 
 
Yo recuerdo practicar con mi propia mano los besos: cómo mover los labios, cuándo y dónde dar un mordisquito, cómo mover la lengua, cuándo cerrar los ojos,... Recuerdo pasarme horas y horas delante del espejo observándome a mí misma, mientras soñaba con el día en que mi mano sería sustituida por un guapo galán que suspiraría los vientos por mí. Los vientos no sé, galán tampoco, pero sí llegó alguien que me volvió absurdamente ilógica.
 
 
Mi habitación era mi santuario particular. Pasaba días enteros allí, encerrada, prohibiendo la entrada a toda persona ajena a mi círculo personal, es decir, a cualquier persona que no perteneciese a mi club de amigas. Sólo ellas tenían permiso para escuchar mis locuras, vivir mis sueños más disparatados o preparar los hechizos más descabellados con el único fin, por supuesto, de hacer aparecer a ese príncipe que tanto ansiaba que llegara.
 
 
¡He tenido mil sueños! He soñado mil aventuras. Pero nunca, jamás, pensé que fuese a vivir un amor como lo viví entonces: disfrutándolo, sintiéndolo al 100%, entregándome,... Recuerdo ser feliz con palabras cariñosas que no significaban nada para los demás, con pequeños gestos que delataban nuestra complicidad, con nuestros escondites secretos,... Recuerdo vivir ese amor como no he vivido otro (hasta ahora).
 
 
Sin embargo, como en muchas cosas, ese amor se acabó... y el siguiente y el siguiente y el siguiente también. Y con el paso del tiempo, aprendí a aceptarlo y a madurar. Me vi obligada a hacerlo porque, a pesar de que había querido con todo el alma a esos príncipes (en mi caso fueron ranas muy muy verdes y gelatinosas), ese mismo amor había roto algo muy pequeñito dentro de mí que nunca podría recuperar: mi inocencia.
 
 
A mi manera, he llevado todos esos duelos de mil y una maneras: me he pillado cogorzas innombrables, he llegado a trabajar sin haber dormido ni cinco minutos (sí, sí, desde los dieciocho años yo ya cotizaba), he llorado en el hombro de extraños (curioso, porque me desahogaba con ellos y los pobres no ganaban más que un dolor de cabeza), he conducido mi coche a más de 200km por hora con la excusa de olvidar (cuando no existía el carnet por puntos y cuando, por supuesto, era evidente que yo no pensaba con la cabeza), he viajado hasta hartarme (Valencia y yo somos íntimas amigas), me he zambullido en la lectura de miles de ejemplares de novela rosa... ¡He hecho infinidad de locuras! Ahora, por supuesto, no las haría pero en su momento estoy segura de que las necesitaba (o eso creía ingenua de mí).
 
 
Ahora, con taitantos años, ejem... (tosido disimulado), me he dado cuenta de que he vivido muchas cosas, ¡muchísimas! Y me ha encantado. Soy la persona que soy gracias a ello, y no cambiaría por nadie.
 
Pero... ¿es posible vivir esas sensaciones del primer amor a mi edad, una edad... madura y adulta en un sentido completo? ¿Sentir ese cosquilleo en la piel, esos escalofríos por la espina dorsal? ¿Mirar impaciente el whatsapp para ver si hay un nuevo mensaje? ¿Ver fotografías suyas... y sonreír con cara de tonta? Yo, por supuesto, lo he encontrado hace muy pocos años, y soy muy, muy feliz. Pero, ¿y las demás? ¿Están destinadas a vivir una soltería absurda y repelida? Yo creo que no.
 

Con el tiempo, sí, volvemos a sentir mariposas en el vientre. Volvemos a sentirnos más guapas, a desear arreglarnos y mimarnos. Soñamos con un beso robado, quizás dos. Dormimos pensando en él, su sonrisa, sus palabras, sus caricias. Nuestro cuerpo empieza a florecer de nuevo. ¡Nosotras comenzamos a hacerlo! Bromeamos, jugamos, coqueteamos,... Entramos en un juego peligroso que en el fondo nos apasiona y nos atrae como un imán. Y, aunque nos sentimos tan escurridizas como el mercurio, nos gusta sentir lo que sentimos. Y está bien. Está muy bien. Porque nos lo merecemos. Merecemos que nos digan que somos bellas, que encantamos, que gustamos, que nos desean. Nos encanta saber que ellos sienten lo mismo, que también están nerviosos e impacientes, que también sueñan con nosotras. Nos gusta estar a la misma altura, sintiendo las mismas cosas y viviendo las mismas sensaciones. Y nos atrae, y cada vez nos atrae más y cada vez damos más... Y en vez de un beso, son tres o cuatro. En vez de cogernos de la mano, nos cogen de la cintura. En vez de decir "buenas noches", decimos "buenos días". Y nos gusta. Y nos atrae, y cada vez nos atrae más. Y tanto damos, tanto queremos. Y sin darnos cuenta, el amor llega. Y nuestro corazón se vuelve a henchir de pasión, locura, frenesí, premura, impaciencia,... ¡Y nos volvemos locas otra vez! ¡Y nos encanta! ¡Nos encanta sentirnos vivas de nuevo!
 

Así que... ¡sí! ¡Sí, sí y sí! El amor de los 15 a los 40... EXISTE, sólo tienes que dejarte llevar, y estar preparada para vivirlo, por supuesto. ¿Arriesgamos?
 

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