sábado, 18 de octubre de 2014

Maneras de ser feliz siendo pobre

 
Ser pobre no es sinónimo de no ser feliz, al igual que ser rico no va de la mano de serlo. En mi caso, y hablo en primera persona, he tenido la oportunidad de ser rica (al menos, de tener bastante dinero) y de no serlo tanto (contar hasta el último céntimo para poder llegar a fin de mes y, sí, atiborrarme a pechugas de pollo, que siempre están bien de precio).

 
Y es que estamos de acuerdo en que no es agradable (es realmente agobiante, la verdad. ¡Para qué engañarnos!) estar continuamente mirando las etiquetas de los productos del Mercadona, para comprobar si sus números son inferiores o superiores de los que muestra Ahorramás o Carrefour, y aprovechar así la "oferta" (en este punto fue cuando descubrí -en Economía básica- lo que realmente significaba la frase "la oferta y la demanda").

¿Y qué ofertas, señores? ¡Todas! ¡Las que sean! ¡Nos vale cualquiera! Ya seleccionaremos artículos en plena caja ante los ojos desorbitados de la dependienta y los murmullos cabreados del resto de clientes de tu misma cola, que esperan impacientes hacer lo mismo que tú y cabrear a los que están detrás de ellos.

Y es que la cosa funciona así...

Cuando eres rico
 
Cuando tienes dinero, y con esto me refiero a suficiente dinero, es decir, a no tener que mirar los precios de las etiquetas bajo ningún concepto (es más, está muy mal visto hacerlo) para pagar con dinero plastificado en caja (y no precisamente con las tarjetas negras de Bankia. Aunque nos daría igual, la verdad. Porque dinero, tenemos. ¡Otra cosa no será!), ¡te da igual todo!

Y ese "todo" se puede definir así (según la R.A.E., o, lo que es lo mismo: Real Apabullamiento Español): Artículo o producto obtenido de su lugar de origen, no siendo importante ni su color ni su forma ni su material ni su olor ni su destino ni su intención de uso ni su precio que, por razones obvias de suficiencia económica, hemos adquirido al ton y son (nunca he sabido realmente quiénes eran esos tipos) para uso (aún desconocido) particular.


A lo populacho y para que nos entendamos mejor: tener dinero vale para comprar cualquier cosa (o casi cualquier cosa) para ignorarla (siempre) después. ¡Anda, mira, como los niños!, que se encaprichan de juguetes, caramelos o cromos que al final les compras, por no oírles, para ignorarlos media hora después.

Cuando eres pobre

Cuando tu economía escasea y por vergüenza a usar los propios billetes del Monopoly (que no cuelan, ya te lo digo yo, que lo he intentado), no te queda más remedio que comparar precios entre las seis tiendas del barrio, imprimir cupones de ahorro como una posesa y, sobre todo, con todo el dolor de tu alma, prescindir de comprar artículos realmente cuestión de vida o muerte para ti. Cítense como ejemplos: el último modelito de Mango, la última paleta de maquillaje de Sleek o la última novela publicada de Paulo Coelho. Vamos, ¡un infierno en toda regla!

Y es que hemos pasado de atusarnos en la peluquería como Dios manda, con tinte, mechas, masaje, manicura, pedicura y conversación con la peluquera de turno incluido al otro extremo, es decir, a comprarnos una cajita de Palette y teñirnos en nuestra propia casa, a aprender clases básicas de corte y perfilado con las tijeras del pescado y a hacernos las uñas nosotras mismas en la ensaladera de plástico que nunca usas. ¡Y sin conversación!, que tu marido no está para escucharte criticar a la vecina del sexto o a aquella amiga que vio una vez y de la cual ni se acuerda o no se quiere acordar.
 
 
Hemos pasado de disfrutar de un día de compras a sentirnos despreciables e insignificantes por no poder comprar ninguno de esos modelitos (¡Faltaría más! Tu marido y tú lleváis un mes entero a dieta de filetes de pollo, que es lo que se vende más barato, como para aparecer con unas botas nuevas. ¡Te mata!)
 
Lo que he aprendido...


Y es que, en mi caso, haber conocido los dos extremos me ha enseñado varias cosas:

En primer lugar y aunque suene a tópico, el dinero NO da la felicidad. Sí es cierto que te la hace más fácil (¡Qué narices! Tú única preocupación es en qué gastarlo) pero no te hace más feliz. Y esto os lo puedo asegurar.

En segundo lugar, cuando eres pobre, aprendes un montón de cosas sobre tus capacidades administrativas. Por ejemplo, aprendes a hacer números a velocidad vertiginosa (esto es por averiguar en qué tienda se vende más barato el pan bimbo), te das cuenta de que llegas siempre la primera a la oferta del detergente de la semana (y esto es gracias a páginas web como ahorradoras.com, regalosymuestrasgratis.es,... o tu interés en googlear), aprendes a darle más de un uso a la misma prenda de vestir (primero, su finalidad inicial: falda, pantalón, jersey... Después, trapo de la limpieza. Finalmente, juguete para perro), aprendes a seleccionar cupones por rango, precio y sección (más quisiera tu jefe tener la economía de su empresa así de organizada),...

En tercer lugar, cuando eres pobre, aprendes un montón de cosas sobre ti misma. Por ejemplo, aprendes a abrir un blog y desahogarte en él (sí, este blog -en parte- nació por eso), aprendes a hacer cursos que ni si quiera sabías que existían (hay cursos online incluso para Potenciar tu mente. Y sí, yo lo he hecho), aprendes a querer crecer más como persona (estoy escribiendo una novela, un libro relacionado con el adiestramiento de perros y un sin fin de microrrelatos que presento a concurso, por si acaso cae la breva), aprendes a luchar por unos sueños que la comodidad te hizo renunciar una vez (estoy opositando. Llevo ya tres años -éste es el cuarto- y no pararé hasta conseguirlo), aprendes que tus capacidades imaginativas, de desarrollo y emocionales son más amplias (¡la de cosas que he aprendido desde que estuve en paro y que no sabía que podía o sabía hacer), aprendes que tus capacidades laborales son muy extensas (he trabajado como mozo de carga y he estado durante ocho horas seguidas -que duraba el turno- levantando cajas de 16 a 25 kilos sin parar. ¡Toda una hazaña!), he aprendido que comer filetes de pollo durante un mes (o más) no ha hecho más que ponerme un "cuerpiniiiiiiii" (y sí, el pollo estaba muy rico, no tenía dinero para más y lo repetiría otra vez si fuese necesario), he aprendido a darle menos importancia a mi situación ante los ojos de mi familia y amigos (y eso que mi situación es crítica y me da pereza llorar),...


En cuarto lugar, cuando eres pobre, aprendes a querer volver a ser rico. Sí, sé que es una tontería pero no lo puedo evitar. Cuando lo pruebas, no quieres prescindir de ello (es como comer pipas). Si no lo hubiese probado... Y sí, soy vaga. Estoy cansada de hacer números, de imprimir cupones y de patearme la calle entera para comprar más barato. ¡Quiero vaguear!

Con esto quiero decir, señores:
- Que no, el dinero no es tan importante.
- Que sí, se puede ser feliz con poco.
- Que no, no es más feliz quien más tiene.
- Que sí, se puede ser feliz con poco.
- Que no, no todo rico es feliz.
- Que sí, se puede ser feliz con poco.

Anécdota
 
Por último, quería terminar con una anécdota que os aseguro (pongo la mano en el fuego) que es completamente real.

De adolescente, yo tenía un amigo (bueno, tenía más, pero sólo voy a hablaros de uno en concreto) que se enamoró de una rubia despampanante. Resultó ser una rubia riquísima con muchísimo dinero, chihuahua y todo incluido (una Paris Hilton a un nivel más bajo, vamos. ¡A lo español!).


Esta rubia tenía un cuerpazo de escándalo, uñas larguísimas, pestañas que te abanicaban, labios carnosos, pechos enormes (siempre llevaba escotazos), culito prieto, piernas interminables... En fin, una rubia despampanante.

Esta rubia, llamémosla Madrid (y no es por desprestigiar a Paris, pero yo barro para casa) siempre iba maquilladísima, con vestidos que simulaban una segunda piel, taconazos de infarto, bolsos de marca,... ¡Una chica diez! Todos los hombres, siempre, la miraban al pasar. Sin excepción. Ninguno fallaba.

En la adolescencia, ya sabéis, las hormonas están alteradísimas. Sólo pensamos en una cosa y, si no practicamos... eso, explotamos por algún lado: acné juvenil, caída de pelo, falta de popularidad en el instituto, paj****,... ¡Qué os voy a contar que no sepáis ya!

Pues bien, mi amigo (cuyo nombre no voy a decir para que no se le señale con el dedo, por inocente) sólo pensaba en eso, como los demás. ¡Y con una chica mayor que él! ¿Qué más se podía pedir? ¡Era el sueño dorado de todo dieciochoañero!

Y cuando ocurrió, un viernes cualquiera (¿o un sábado?) el pobre no sabía si cortarse las venas o dejárselas largas. La rubia resultó ser un "señor Patata", de quita y pon.

En los preliminares, todo iba estupendamente. Pero cuando la cosa se empezó a calentar, Madrid le dijo que iba un momentito al baño (mi amigo pensó que para acicalarse para él. ¡Ay, pobre ingenuo!).

Cuando salió, ¡la rubia despampanante se había ido! Ni postizos en el pelo, ni postizos en las pestañas, ni maquillaje, ni vestido de infarto, ni uñas largas, ni taconazos, ni pechos (¡qué triste! Llevaba calcetines metidos)... ¡Nada! La rubia de metro ochenta se había quedado en metro sesenta, con cara lavada (y fea, todo hay que decirlo), uñas mordidas y casi calva. ¡Una fea! ¡Una tía fea! ¡Y encima sin dientes! Al menos, le faltaban dos o tres. Y así, a simple vista, que no se había fijado más por el susto.

A una velocidad aún desconocida para el resto del mundo (sólo la conocen Flash o Superman. Es bien conocida popularmente como supervelocidad), se subió el pantalón y salió de allí pitando.

¿Conclusión que sacó? Que la gente con mucho dinero se aburre y no sabe en qué gastarlo. Y que prefiere la fea de la barra (que al menos va de frente) que la fea oculta que no te la esperas y te asusta.

Así que, señores, sí, el dinero no da la felicidad y punto.

 

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